En este verano taciturno y lluvioso del sur del Brasil, he pasado las tardes releyendo el bello libro de Germán Arciniegas, titulado:
Los Comuneros (4ª edición, Medellín: Editorial Bedout, 1973, 280 páginas). Es uno de esos libros breves en que el autor logra sintetizar las líneas maestras que pautan las instituciones políticas, así como
El Antiguo Régimen y la Revolución (1856) de Alexis de Tocqueville, o
Principios de Política (1810) de Benjamin Constant de Rebecque.
En su obrita, Germán Arciniegas hace un recuento bellamente escrito con la libertad del ensayo, acerca de la gesta de criollos, indios, mestizos y negros, que sacudió por algunos meses, a fines del siglo XVIII, el yugo español, dando lugar a instituciones "populares" en que el común fijaba sus principios políticos y administrativos, habiendo echado por tierra las odiosas prácticas patrimonialistas que los chapetones instauraron después de la Conquista y que fueron sumiendo a los habitantes de las colonias, organizadas en los Virreinatos de la Nueva Granada, Lima, Nueva España y Buenos Aires, en las sombras de una explotación económica, política y cultural cada vez más cruel y refinada en sus procedimientos.
Dividiré mi exposición en tres puntos: 1 - Un escenario taciturno en el patrimonialismo español: reyes y sombras. 2 - Las sombras de los reyes españoles perpetuadas por la burocracia colonial. 3 - El drama del movimiento comunero: del absolutismo al absolutismo reforzado. Encerraré mi trabajo con una breve conclusión, en la que destacaré el doble papel del arzobispo-virrey de la Nueva Granada, Caballero y Góngora.
1 - Un escenario taciturno en el patrimonialismo español: reyes y sombras.
Arciniegas da inicio a su relato centrando la mirada, primero, en la figura taciturna de los reyes españoles. Los soberanos siempre vestían de negro, como dice del Rey aquella frase de Manuel Machado, citada al comienzo del primer capítulo de la obra: "Siempre de negro, hasta los pies vestido". Son figuras medievales, que no lograron deshacerse de las sombras de misterios y temores que sobrecogían, en el pasado feudal, a vasallos y a nobles. Al respecto de ese clima de sombras, escribe Arciniegas: "Los Reyes de España no recuerdan los de las cartas de naipes. No son los colores que animan los cuentos de niños. Rey Enrique VIII de Inglaterra, como lo pintó Holbein, es de copas o de bastos, según las circunstancias. Luis XIV, de oros. Federico de Prusia, de espadas. Los de España, no: son personajes taciturnos con un telón de fondo por donde cruzan frailes de pergamino o imágenes amenazadoras del demonio. Los de Europa son cortesanos: terciopelo carmesí, pedrería, cascadas de encajes que les visten de fulgurantes galas en palacios repletos de mujeres espléndidas. Los de España andan atormentados, las grávidas frentes inclinadas sobre cosas siniestras. Se cubren de luto y tienen los ojos puestos en el monasterio. La gozosa algarabía de otras cortes es asordinado compás en Madrid, en El Pardo, en El Escorial. En Italia el consejero del príncippe es liviano hasta lo picaresco y escribe comedias a la manera de Maquiavelo, como 'La Mandrágora' o 'Belfagor'. El rey de España vive entre un corro de inquisidores, penitentes, atormentados. Felipe II vistió treinta años consecutivos de negro. Felipe IV aparece así en el retrato de Machado: Sobre su augusto pecho generoso / ni joyeles perturban ni cadenas / el negro terciopelo silencioso. Carlos, gran emperador de Occidente, se recoge a la sombra del monasterio de Yuste para apagar entre el salterio de los frailes el posible fragor de su biografía" (p. 14-15).
Esa sombra de penitencia y de espíritu taciturno fluye del palacio real y termina inundando con un clima de escatología el ambiente social. España, como sus reyes, es triste. Y esa tristeza es el telón de fondo que acompaña, como sombra fastidiosa, a la administración pública y se cuela en el ambiente de los hogares aterrorizados por dos pesadillas: la de los cobradores de impuestos del Rey (bajo el comando de los implacables "Visitadores Regentes" en los Virreinatos americanos) y la de los oficiales del Santo Oficio que mantienen viva la hoguera inquisitorial. Sólo hay luces en los altares de las Iglesias, como para recordarle al hombre común que su alegría no está en este mundo, sino en el mas allá. Es el clima de la Contrarreforma.
Con relación a esa contaminación de la sociedad por las sombras, escribe Germán Arciniegas: "Lo más grave en el caso de los paños negros de los reyes de España es que no los usan por especial capricho de la familia real, sino porque hay una España que ha vestido, viste y vestirá por muchos siglos de negro: lo mismo el hombre que la mujer, el mozo que el anciano. En el alma de esa España sobrevive el estilo de quienes han estado más cerca de la muerte que de la vida. Hay un fondo trágico que invita a meditar en las ánimas del purgatorio y no a gozar los desprevenidos placeres del mundo. Cuando venga el siglo XX será lo mismo: en diarios, los avisos funerales, en la primera página, será una muestra del furioso entusiasmo que ponen las familias en pregonar sus duelos. La fiesta de toros tiene la fuente de su emoción en el hecho de que el torero bordea en cada lance los cuernos de la muerte (...)" (p. 15).
La muerte como ideal y como solución: es la opción heroica de quien apuesta solamente en el mundo del más allá. Algo heredado de los ocho siglos de ocupación sarracena, que dejaron como herencia la gestión de lo público como privado y el juego político como pelea escatológica del bien contra el mal, de la luz contra las sombras. En estos tiempos extremos en los que el terrorismo acecha, la figura del militante que se explota junto con el chaleco de dinamita y metralla, nos hace recordar esa visión en blanco y negro de los reyes españoles con su culto a la muerte. Es el grito revolucionario del Che: "Patria o muerte!" Culto trágico, por lo demás, que se convierte, de tiempos en tiempos, en imperativo categórico. Recuerdo el grito de guerra del tristemente célebre general Vélez, aquel que mandó fusilar a García Lorca: "viva la muerte"!
Arciniegas culmina así esa descripción de la muerte como telón de fondo del trono español: "(...). La procesión de cadáveres de los reyes, que de las cuatro puntas de la Península se llevaron entre cortejos de curas y hachones chisporreantes para depositarlos en el panteón de El Escorial, es una idea que no puede ser sino real española. A un hermoso retrato de colores que perpetúe su recuerdo como algo luminoso dentro de la historia peninsular, el rey español prefiere el mausoleo. Sus estatuas han de ser yacientes. Sólo la Iglesia presenta espectáculos suntuarios, se cubre de casullas bordadas en oro y agobiadas de perlas; pero la misma Iglesia vela toda emoción gozosa con la sombra de los callados agentes del Santo Oficio y el desabrido gesto de los cardenales, con sus manos huesudas que aprietan contra el pecho un crucifijo" (p. 15).
Esa fuga del mundo para las sombras del más allá es en España tendencia de reyes y de funcionarios reales. Siempre me impresionó el contraste entre los soberanos españoles del siglo XVII, los taciturnos Felipes, y el soberano francés epígono del absolutismo iluminista, Luis XIV, que muy significativamente se llamó a sí mismo "el Rey Sol", mientras los herederos de la Casa de Austria adoptaban el luto como marca registrada. Los funcionarios regios peninsulares seguian las tendencias de sus amos. En Francia, el ministro Richelieu copió en su modus vivendi el fausto y la pompa del rey francés, al paso que el todopoderoso ministro español, el visconde-conde de Olivares, prefirió el luto y el reconocimiento de su desinterés por las cosas de este mundo, cuando quiso dejar una nota de lo que había sido su vida. Se olvidó el brillante Olivares de todo lo que hizo en pro de la modernización económica de España, al negociar habilmente con los ricos judíos el financiamiento por éstos del ciclo de la economía de la caña de azúcar en el Nuevo Mundo, confesando que lo único que valía verdaderamente la pena era la vida eterna.
En un aspecto de la vida social resalta la diferenciación entre la corte española y las cortes europeas: en el papel que pasa a ocupar la mujer en los negocios públicos y en el espacio de los palacios. A propósito, Arciniegas escribe: "En Europa - Europa no es España -, con el Renacimiento, se han desatado los lazos que ataban a la mujer y una voluptuosa sensación de liviandad calienta la crónica de las cortes, sin excluír la papal. Los reyes levantan palacios para sus amigas, y reinas y cortesanas juegan juegos de amor a la manera pagana del mundo antiguo. Al disolverse la Edad Media, Europa se complace en presentar un tipo de mujer que sea la antítesis de aquellas amas de llaves que acompañaron, fieles, al señor feudal en el castillo de muralla celosa, foso inundado y puente levadizo. La mujer de la corte española, no; es una imagen desencajada que pasa como su propia sombra por el escenario de una tragedia interior. La atracción de un hombre hermoso puede volverla loca, como doña Juana por Felipe el Hermoso. Acude a los cilicios antes que al voluptuoso goce de las sedas. El rigor de las penitencias, la admonición del confesor, el destino funesto que los predicadores ponen como término de las acciones estrictamente humanas, cubren de rebozo sombrío el fresco rostro de las mujeres en flor. Al oído de los grandes resuenan en España las advertencias del jesuíta que odia a la mujer. La voz de Baltasar Gracián, el mas advertido ingenio de la Compañía [quien afirmó]: 'fué Salomón el más sabio de los hombres, y fué el hombre a quien más engañaron las mujeres; y con haber sido el que más las amó, fué el que más mal dijo de ellas: argumento de cuán gran mal es para el hombre la mujer mala y su mayor enemigo: más fuerte es que el vino, más poderosa que el rey, y que compite con la verdad siendo toda mentira. Vale más la maldad del varón que el bien de la mujer'. (...)" (p. 16). La misoginia jesuítica, como se puede ver, se sumó al tradicional gusto de los reyes españoles por la escatología.
Así concluye Arciniegas el sombrío cuadro de las preferencias medievales de los reyes españoles: "En España no hubo renacimiento, porque no hubo la intención de que renaciera en la llanura castellana nada del mundo antiguo. No se tenía esa escuela de las ciudades, tan necesaria para explicarse el fenómeno de Italia, que hubiera predispuesto a las gentes para el lujo. Los reyes que fueron a la cabeza de los ejércitos en la reconquista seguían siendo los caballeros cruzados que el resto de Europa había conocido en el siglo XII y sepultado en el XIV. Eran fanáticos, supersticiosos. Llenaron de una descendencia de locos las cortes castellanas. Cuando la conquista de América derramó sobre la Península montañas doradas, esas montañas se disolvieron como la luz de la tarde sobre los retablos de las iglesias. La mayor expresión de riqueza que se mira en España la dan las procesiones de Sevilla y Toledo, que corresponden a esa suntuosidad que pinta Huizinga en El otoño de la Edad Media de los demás países europeos, nota característica de los tiempos que antecedieron al mundo moderno" (p. 17).
Ese contraste es ilustrado por Germán Arciniegas en una detallada comparación entre los presuestos de las casas reales en España y en Francia, a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Al paso que el rey francés no tiene límites para sus gastos de lujo y sus placeres cortesanos, el soberano español está más proximo de un ermitaño que de un requintado gobernante. A propósito, escribe: "La comparación de los dos presupuestos es el mejor paralelo que puede hacerse entre la corte y la vida de España y la corte y la vida de Francia. (...) No hay sino que comparar los retratos de Felipe IV hechos por Velásquez y los bustos de Luis XIV que se ven en Versalles, con cataratas de encajes que son como la espuma de su disipación. No hay sino que recordar que a trueque de las dos mangas para el jubón, que reza el inventario de Felipe IV, Luis XIV compró cualquier día, en que visitó una fábrica de Paris, 22.000 libras de encajes. Felipe gastaba una sábana al año, y una de las cortesanas de Luis XV, Madame Pompadour, 'en una fiesta dada en el palacio de Choisy gastó 600.452 libras en ropa blanca para los invitados' "[según detalla Sombart en su monografía sobre el lujo] (p. 19). Todo estaría bien si el comedimiento en los gastos reales fuera la contrapartida para el confort de los ciudadanos. Pero las cosas desgraciadamente no eran así en el universo ibérico. La pobreza de gobernantes y gobernados venía como tendencia natural del patrimonialismo ineficiente. Recuerdo aquí el "imperativo categórico" de un dictador peninsular, el portugués Salazar, que decía acerca del princippio que presidía a su autocrática gestión: "Vamos a empobrecer en orden".
2 - Las sombras de los reyes españoles perpetuadas por la burocracia colonial.
Arciniegas destaca en su obra un curioso contraste entre Carlos III, el soberano iluminista español y sus funcionarios en el Nuevo Mundo. Al paso que el rey quiere que sus ministros abran la administracion pública a la bienhechora acción de las luces de la razón y de la cultura, el andamiaje burocrático que gerencia tacañamente las colonias queda en manos de funcionarios afinados con el tradicionalismo de los Austrias, desconociendo la Ilustración que se derrama de la casa de los Borbones, emparentados con el trono francés. Hay una especie de esquizofrenia del Estado español, escindido entre las luces regias y las sombras medievales que orientan la tradicional máquina burocrática colonial con una única finalidad: garantizar el pago de tributos de los miserables indios y de los explotados criollos, a fin de subvencionar los gastos de la Corona y de la guerra que la monarquía española le ha declarado a Inglaterra.
He aquí el cuadro de esa contradictoria situación que pone en el centro del ring de la Histora a dos fuerzas: las luces regias y, de otro lado, las tradiciones y prácticas administrativas patrimonialistas que los burócrtas celosamente guardan para financiar el gasto público: "Carlos III, hijo de Francia, - escribe Arciniegas - imbuído del espíritu de su siglo, quiere determinar un resurgimiento en España, pero encuentra al país empobrecido, sin tradición mercantil, sin escuela industrial, y debe, además, enfrentarse a Inglaterra en una guerra que tiene por escenario los dos hemisferios. Trata el Borbón, afanosamente, de provocar la creación de sociedades mercantiles, estimula los estudios económicos, subvenciona fábricas en España, nombra visitadores que recorran a América en todas direcciones con el fin de sanear la hacienda pública. Pero convertir en empresa de producción a España y sus colonias, no es obra de un momento. Los virreyes planean la explotación científica de las minas, la apertura de nuevos caminos, el estudio de las riquezas americanas, pero sus meditaciones son turbadas por el ruido de la armada inglesa que ronda los puertos del Caribe. Y los hacendistas que vienen a América para poner en orden la administración pública desdeñan, como es natural, los planes constructivos de los virreyes, para imponer contribuciones nuevas que permitan el recobro inmediato de las cajas reales" (p. 20).
Son los ministros del Rey ilustrado los que de forma más explícita encarnan la contradicción entre luces de la razón modernizadora y sombras de la tradición. A propósito, escribe Arciniegas: "Los ministros quieren obrar. Jamás se vio en España un furor parecido a empresas tan ambiciosas. Pero la fuerza de inercia que opone un país parado, entendido no más que en el ocio o en la guerra, no se vence con sólo buena voluntad. Cómo tornar en república de burgueses, industriales, comerciantes, hacendistas, banqueros, científicos, librepensadores, a un pueblo adormecido en olor de santidad? El mapa espiritual de la Península está pintado con dos colores: amos y siervos, es decir, hijos-d´algo e hijos-de-nada. Ni una fábrica que recoja a los obreros como colmena. Ni una ciudad en donde se enriquezcan los comerciantes. Y el mapa espiritual de América, a su turno, estampado a dos tintas: el encomendero y el indio. Ni siquiera en las ciudades gremios de artesanos, fase madura de la Edad Media. Ni tenemos, en realidad, ciudades" (p. 23-24).
La verdad es que España no tiene consolidada, en el siglo XVIII, una economía mercantilista pujante como la inglesa, la francesa o la que nació del propio costado desgarrado de España, en los Países Bajos. La producción española se reduce a la explotación de los metales preciosos de las minas abiertas por los indígenas, en los siglos que antecedieron a la Conquista. Cuando éstas se agotan, acaba el "Siglo de Oro". Arciniegas describe ese escenario de la siguiente forma: "Todo esto es claro cuando se comprueba la ninguna experiencia mercantil de la España puesta bajo las banderas de Castilla. Los géneros de Indias, el oro y todo cuanto llegó de América con la conquista no provocó en la Península la formación de un mercado. Frailes y cortesanos se distrajeron en sus diversiones, casi inocentes, bajo el ojo severo de la Inquisición. Y, en cambio, se iban desarrollando en los Países Bajos la banca, la feria, la marina, de tal suerte que las cosas que hubieran podido servir de fundamento al renacimiento español se las ganaron los de Amberes para lo suyo. Llegó el día en que los clásicos de España se editaron en Amberes, y de sus imprentas irradiaron al mundo nuevo, mientras en España los autores alternaban entre la corte y la cárcel, espiados y azorados por la estrecha vigilancia del Santo Oficio" (p. 21).
La burocracia del Imperio Español en el siglo XVIII es compleja. A partir del Monarca Absolutista surgen dos líneas de poder que neutralizan, en su contradictorio forcejeo, las ansias reformistas. Por una parte, tenemos el Consejo de Ministros afinado con las propuestas liberalizantes de los Borbones, encarnadas en los planes de gobierno ilustrado de Carlos III. Los Virreyes serán, en América, los portavoces de esa política que surge nimbada por la luz de la Ilustración. Figuras como los Virreyes Flores y Guirior ponen de manifiesto, en la Nueva Granada, esa tendencia modernizadora. Por otro lado, tenemos a la perezosa burocracia tradicional habilmente administrada por el Santo Oficio y por el Ministro de Negocios de las Indias que, en el gabinte de Carlos III, es representado por el implacable José Gálvez, quien nombra, en los Virreinatos de Nueva España, Nueva Granada, Perú y Buenos Aires, a las repulsivas y eficientes figuras de los Visitadores Regentes, encargados del cobro de impuestos y de la vigilancia para que, en lo económico, en lo político y en lo cultural, nada escape a la máquina absolutista. Representantes del Visitador Regente en las ciudades y en los campos son el Cura Doctrinero, el Encomendero y el Corregidor. Estos tres funcionarios serán los encargados de apretar el cuello de la iniciativa privada y de los indios con el vil garrote de los salvajes imuestos que garantizan la pobreza de los súbditos y los privilegios de la Monarquía y su entourage burocrática, en el seno de un proceso de apropiación primitiva de la riqueza de las Colonias por la máquina patrimonialista. En el medio de las dos fuerzas que se contraponen, la del Consejo de Ministros y los Virreyes (como portavoces de las luces monárquicas) y la del Santo Oficio y el Ministro de Negocios de las Indias (encarnaciones de la burocracia tradicional), se sitúa la Real Audiencia que en cada Virreinato ejerce las funciones de escuchar la voz de los vasallos, pero que por su constitución como un colegiado nombrado por cooptación del favor regio, juega un papel bifronte: representar las ansias populares y hacer escuchar a los aturdidos súbditos la voz de la raison d' État. Sabemos para dónde penderá la balanza en los momentos de confrontación: siempre saldrá airosa y vencedora la fuerza del Monarca Absolutista.
Adelantemos un detalle en el complejo edificio del poder patrimonial peninsular: después del terremoto movido por la insurrección comunera en las dos últimas décadas del siglo XVIII, se levantará como poder que todo lo congrega al rededor de los intereses regios el Arzobispo Virrey Caballero y Góngora, que asumirá con determinación el timón de la nave colonial en la Nueva Granada, echando por tierra todos los pactos que, como representante del poder espiritual, había hecho con los indígenas y los comuneros sublevados, a fin de restaurar, a hierro y fuego, la autoridad monárquica absoluta. El suplicio de José Antonio Galán quedó como testimonio de quién vence en caso de confrontación, así como en el universo de la América portuguesa la figura descuartizada de Tiradentes se levantó como un trofeo de la monarquía absoluta en tierras brasileñas.
3 - El drama dol movimiento comunero: del absolutismo al absolutismo reforzado.
El poeta limeño Melchor de Guzmán ejerce en Santafé de Bogotá el oficio de artesano platero pero en sus horas libres da rienda suelta a la inspiración poética para cantar sus desgracias amorosas, como hacía el poeta conjurado mineiro en Brasil Tomás Antônio Gonzaga. Melchor se encarga de divulgar la gesta de Tupac Amaru II que se levantó en 1780 en el Perú, contra la opresión española y llevó atrás de sí a los indígenas y a los criollos de campos y villas en el movimiento comunero que sacudió al Virreinato de Lima. Tupac Amaru II logró organizar un ejército de 40 mil indígenas precariamente armados. Tomó en su poder y expulsó a los chapetones de ciudades y campos en la cordillera que rodea a la antigua ciudad imperial de los Incas, Cuzco, y marchó sobre ella. Los españoles de Lima se organizaron para contener la onda revolucionaria. Pidieron refuerzos al virrey de Buenos Aires y organizaron un ejército de 15 mil hombres fuertemente armados.
He aquí la forma en que Germán Arciniegas narra la derrota de Tupac Amaru II: "Túpac cerca el Cuzco. Siguiendo una tradición incaica, antes de acometer envía mensajeros de paz. Los españoles no parlamentan y hacen prisioneros a los delegados. Túpac se mueve con lentitud. Los españoles toman la ofensiva en los cerros que están al occidente de Cuzco. El ejército de Túpac carece de organización militar: lucha en montoneras, sufre rechazos y ve quebrantada su moral. Los españoles, mientras tanto, se fortalecen. Reciben del virrey de Buenos Aires un refuerzo. Ya son 15 mil quienes militan en las filas reales y obedecen automáticamente las órdenes de sus jefes. Un solo chapetón, Feliciano Paz, que viene de Paruto para atacar a los indios, trae cinco mil hombres. Túpac tiene que levantar el sitio y huir con sus gentes al amparo de la noche. A Diego Túpac, su primo, le derrotan en Yucay. Túpac propone la paz, pero el visitador Aroche no la acepta. Puestos los de España sobre el camino de la victoria harán sentir sobre los rebeldes el peso de su imperio. Los españoles tienen que perseguir por las sierras heladas a Túpac. Les acosa el hambre. Les raya el frío, pero no importa. En Combapana se libra otro combate: otra vez Túpac sufre derrota. Túpac y su familia huyen a Lambi" (p. 208).
En cuestión de semanas el movimiento comunero inca es derrotado y sus líderes juzgados y muertos en procesos sumarios que se llevan a cabo en Cuzco. La nueva de la derrota corre rápida por la cordillera y llega hasta los otros virreinatos. El suplicio al que Túpac Amaru, sus familiares y sus principales seguidores son sometidos en Cuzco, tiene como finalidad darles una lección a los indígenas de todas las latitudes. El imperio español resiste y vence. Será necesario esperar algunas décadas para que la revolución libertadora realmente se afirme y ponga en retirada definitiva de América a los españoles. Simón Bolívar y sus ejércitos se encargarán de esto en la segunda década del siglo XIX. Pero lo harán no con base en una filosofía política liberal que garantice la libre representación de intereses de los ciudadanos, sino al rededor de la concentración de todo en el llamado "interés público", aquel representado por el líder absolutista y su comité de "puros", encarnación de la "voluntad general" rousseauniana. Substitución de un absolutismo - el de los reyes - por otro: el de la multitud, encarnada en el "comité de salvación publica". Es el bonapartismo que se afirmará en la primera década del siglo XIX. La opinión del pueblo deja este detalle gravado en los versos que corren de boca en boca después de la Independencia de las cinco naciones bolivarianas: "Bolívar venció a los godos / mas, desde ese infausto día / por un tirano que había / se hicieron tiranos todos!"
Pero volvamos a la gesta comunera. Quedó registrado en los anales coloniales el bárbaro suplicio al que fué sometido Túpac Amaru II en la plaza mayor de la ciudad de Cuzco. Así nos lo relata Arciniegas: "Para el rebelde están preparadas [en el patíbulo] coronas de hierro, con puntas muy agudas, que se le han de poner en la cabeza, en representación de los once dictados o títulos de que se nombró emperador. Igualmente un collar de hierro, con dos plantines muy pesados y rodeado de puntas muy agudas, que manifiestan la orden del gran Paitití, de quien se tituló gran maestre. Por la parte del cerebro se le introducirán tres puntas de hierro ardiendo, que le saldrán por la boca, en demostración de los tres bandos que mandó publicar, declarando al rey católico por un usurpador de sus dominios. En esta situación, muerto o vivo, como lo dejaren estos tormentos, se ha de mantener ese monstruoso espectáculo todo un día a vista del público, despés se descuartizará el resto del cuerpo, y sus cenizas se arrojarán al lugar más inmundo de la ciudad, con las de su mujer e hijos, quienes solamente han de ser ahorcados con los cuarenta capitanes y aliados que están en el cuartel. Se ha abreviado esta justicia, por haber quedado el rebelde muy quebrantado y desfallecido, de resultas de los tormentos que fueron atroces; pero con todo nada quiso confesar, y cuando llegaron al extremo que no se podía apurar, sólo dijo que únicamente él debía el delito y era justo lo pagase, sin que en todos los tormentos, que sufrió con valentía bárbara, culpase a nadie ni se disculpase a sí mismo" (p. 209-210).
Lo curioso es que doscientos años antes, en 1579, el inca Túpac Amaru I fué ajusticiado por los españoles, en la misma plaza que vió morir al Inca Túpac Amaru II. Dos siglos no habían logrado apagar la memoria del gran Imperio indígena! Este es el relato que Arciniegas hace del suplicio del primer inca, basado en las investigaciones del historiador Markham: "Doscientos dos años antes de estos sucesos, por la misma plaza del Cuzco cruzaba entre apretujado concurso de gentes silenciosas, montando una mula vestida de trapos negros, un muchacho de dieciséis años, que iba a ser ajusticiado. Vestía un blanco traje de algodón y llevaba en las manos un crucifijo. El muchacho era noble desde la ventana de los ojos hasta el fondo del alma. Los indios le habían proclamado inca, y era hijo de Manco II. Cuando el verdugo levantó el cuchillo para ultimarlo, se alzó un clamor que como la voz de las colmenas se extendió suavemente por los campos. El inca impuso silencio con la mano. Un instante después el gajo florido de su juventud se desmayaba en agonía. La muchedumbre lloró copiosamente. De todas las torres las campanas tocaban a duelo. El cadáver fue conducido a casa de la madre del inca, luego, sepultado en la catedral. Cuando el virrey, que lo era el señor Toledo, supo aquello, hizo que fuera desenterrado el cadáver del inca y que su cabeza se clavara en un palo, en la plaza. 'Durante el silencio de la noche - dice el historiador Markham - acudieron al lugar multitud de indios a adorar la cabeza del soberano. Era una hermosa noche de luna, y habiéndose asomado uno de los españoles por una de las ventanas vio que la plaza estaba completamente llena de indios arrodillados y contemplando con devoción la cabeza del inca' " (p. 211-212).
Los comuneros de la Nueva Granada, especialmente los de las provincias del Socorro y San Gil, se exaltan con las noticias que llegan desde Lima y pasan a organizar la lucha de resistencia contra los cobradores de impuestos y los gestores de las encomiendas. Su lema de lucha es: "Viva el Rey, muera el mal gobierno". Éste es identificado con los funcionarios corruptos de Reino que cobran impuestos escorchantes y que confiscan las propiedades de los que no se someten al monopolio del estanco del tabaco y del aguardiente, así como persiguen a aquellos que ponen en tela de juicio la crueldad de los encomenderos hacia los indígenas, que son sin duda las grandes víctimas de los atropellos cometidos por los chapetones.
El comienzo de la insurrección comunera en la villa de El Socorro, en Santander, se da el 16 de marzo de 1781, cuando Manuela Beltrán, apoyada por el pueblo, rasga en plaza pública el decreto real que aumenta los impuestos. Especialmente odioso es el tributo que lleva el nombre de "Armada de Barlovento", que tiene como finalidad cubrir los gastos de la guerra que España le ha declarado a Inglaterra. La duración de la insurrección es de poco menos de un año. En enero de 1782, con la prisión y ejecución de José Antonio Galán y sus colaboradores más próximos, el movimiento termina.
Los comuneros del Socorro y San Gil quieren administrar sus villas y extirpar los impuestos confiscatorios de los españoles, elevando tributos justos que distribuyan beneficios entre toda la gente del común. Son contra la esclavitud de indios y negros y la explotación de los funcionarios reales para con los propietarios de la tierra y los negocios en las villas. Los revolucionarios son a favor de que se devuelvan a los indígenas las minas de sal de Zipaquirá, que desde hacía siglos les pertenecían. Marchan sobre Santa Fe con un ejército de 4 mil hombres que, en el camino, se ve aumentado para 20.000. Rapidamente la Real Audiencia y demás autoridades que representan al Virrey Flores (que se encuentra en Cartagena) reaccionan y mandan como representante al arzobispo de Bogotá, Caballero y Góngora, para que negocie la paz con los insurgentes. Los comuneros dejan estas exigencias registradas en el más importante documento de la época, las Capitulaciones de Zipaquirá. Son cuatro los puntos centrales de las Capitulaciones: 1 -Derogación o disminución de los impuestos que no habían sido consultados con la población. 2 - Devolución de algunos resguardos y minas de sal a los indigenas; reducción de la tarifa de sus tributos y derogación del diezmo. 3 - Restitución de los criollos en algunos cargos públicos que habían sido ocupados por los españoles despúes de las reformas de Carlos III. 4 - Eliminación del tributo que deberían pagar los negros libertos.
El lema de los comuneros es: "Que viva el Rey y muera el mal gobierno". O esta otra consigna: "Que viva el Rey y mueran sus órdenes nuevas", o sea, los impuestos que los Ministros de Carlos III han concebido para obligar a los habitantes de las Provincias a pagar la guerra contra Inglaterra. Un dato interesante: las mujeres ocupan un lugar importante entre los comuneros. Manuela Beltrán arrancando el edicto regio del aumento de impuestos y arrojándolo al suelo, es la imagen viva de esa generación de mujeres revolucionarias, que se anticipa a la de las heroínas de la Indendencia, como Policarpa Salavarrieta. En remotas regiones, en la Provincia de los Llanos Orientales, por ejemplo, mujeres guerreras serán aclamadas como Capitanas del movimiento comunero.
Mientras el arzobispo Caballero y Góngora negocia la paz con los insurgentes en "El Mortiño", cerca a Zipaquirá, el Virrey Flores, desde Cartagena, manda un ejército de soldados profesionales bien entrenados y armados (bajo el comando de José Bernet), a fin de que garanticen la tranquilidad en Santa Fe. Aunque las fuerzas del Virrey no pasan de 700 hombres, se trata de un ejército regular que impone miedo a los comuneros. No será necesario un enfrentamiento macizo entre las fuerzas comuneras y las del Virrey. Una vez negociados los puntos de las Capitulaciones y en vista de que el gobierno colonial las acepta, los amotinados disuelven sus fuerzas y regresan a sus ciudades de origen.
La base ideológica para estas reivindicaciones no es alienígena: es totalmente española. No se han formado intelectuales, abogados, médicos y otros profesionales de alta graduación en las ideas de la soberanía popular del padre Francisco Suárez, que enseña en Salamanca y en Évora? Según esa filosofía, la soberanía reposa en el pueblo, que la puede transferir, por empréstito, al Rey. Pero si los ministros reales son injustos, éstos pueden ser desconocidos por la sociedad. La primera apelación es para que el soberano mude sus ministros, a fin de que no conspiren contra el bien común. En el caso extremo de que el soberano falle en su compromiso para con la comunidad, éste puede ser removido y substituído por otra autoridad. Este es el núcleo ideológico que mueve a los comuneros.
Hay una base popular de medios y pequeños propietarios, hombres y mujeres que se levantan en las villas contra los tributos coloniales y que presionan a los propietarios más pudientes para que los representen en sus luchas. Nombran en el Socorro a un terrateniente, José Antonio Berbeo, Superintendente y Capitán General de la Villa y sus Jurisdicciones. Él por su vez, presionado por el pueblo de la villa y de los campos, nombra un Consejo Supremo con un Secretario de Estado integrado por seis Capitanes (propietarios medios con capacidad para organizar los grupos armados y mantenerlos con la ayuda del Capitán General y bajo su jurisdicción). El Capitán General nombra también otra línea de colaboradores inmediatos llamados Procuradores. (Son éstos personas con posesiones que les permitan desempeñar funciones administrativas, como controlar estancos, resguardos y realizar el cobro de impuestos). Otros Procuradores desempeñan funciones de Magistratura, como Jueces y para esto, además de las posesiones, deben tener conocimientos jurídicos. Dos Capitanes se destacaron por su liderazgo: José Antonio Galán y Salvador Plata. El primero como líder carismático y mesiánico que supo inflamar a las demás villas vecinas al Socorro. El segundo como hábil negociador (lo que le permitirá, después de la derrota de los comuneros, reinsertarse en la administración colonial española). Excepcionalmente, hay un Capitán de grandes posesiones, el Marqués de San Jorge, que integra el grupo de nuevas autoridades en Santa Fe de Bogotá. Pero esta es una excepción. Los restantes Capitanes no pasan de propietarios medios.
El Consejo Supremo es, además, el responsable por instituír y distribuir los títulos militares (Tenientes Generales, Sargentos Mayores y Capitanes). Le incumbe también al mencionado Consejo decretar las ordenanzas para las tropas y los reglamentos para los habitantes comunes. El Capitán General es la máxima autoridad de la República Soberana en la que se constituye toda ciudad o villa que se ha emancipado de la autoridad española.
Encontramos, así, entre los comuneros neogranadinos, un esbozo de autoridades republicanas a nivel de cada ciudad o villa emancipada, con una estructura militar y administrativa que les garantizará a los nuevos ciudadanos del común una institución con mayor duración y eficacia que los ejércitos de montoneras de indios que surgieron en el Virreinato del Perú. Esto explica por qué el movimiento comunero neogranadino logró ensancharse hacia otras provincias (Antioquia, Zipaquirá, Nemocón y los Llanos Orientales) e inclusive a lugares más lejanos como Quito o la Capitanía de Venezuela.
Arciniegas detalla la figura de Juan Francisco Berbeo. Es llamado por sus conciudadanos del Socorro "uno de calidad" que, como terrateniente que es, ostenta propiedades abastadas y se codea con los principales del lugar. Es cerimonioso y le gusta darse importancia. A don Francisco le agradaría ascender en su condición de plebeyo. Quisiera conquistar honores. Con entusiasmo la multitud lo aclama Superintendente y Capitán General de la Villa del Socorro, San Gil y sus jurisdicciones. Y Berbeo corresponde a su indicación tomando sobre sí la misión de representar los intereses de los comuneros. Veremos que, cuando los amotinados sean perseguidos y eliminados en la figura del más carismático de los Capitanes, José Antonio Galán, Berbeo y sus auxiliares se deslindan de los compromisos revolucionarios y vuelven a la antigua estructura de la administración colonial. En el juicio que se les sigue declaran los inquiridos que fueron presionados por el común, pero que su compromiso fundamental es con la Corona. Es un retroceso táctico que les salva la vida y la carrera. Pero, en fin, no es el pueblo el detentor de la soberanía? Cuando los comuneros son vencidos, la soberanía vuelve a su cauce tradicional: el gobierno es entregado nuevamente a los ministros del Rey.
No se desarrolló en la Nueva Granada un modelo de gobierno representativo. El liberalismo telúrico de Suárez no llegaba a tanto, quedando simplemente limitado a la administración de las villas y ciudades mediante el expediente del cabildo abierto, una forma de democracia directa. Pero un poder nacional no fué tentado por los revolucionarios comuneros. Claro que en algunos casos, como los de las minas de Antioquia o de los Llanos Orientales, hubo tentativas de derribarlo todo y hacer surgir algo totalmente nuevo. Pero esas tentativas no pasaron de sediciones localizadas que luego fueron frenadas por los propios líderes comuneros que no querían exponerse a tanto. Prevaleció, en los casos de El Socorro, San Gil, Zipaquirá, Antioquia y Venezuela, lo que se denominó en esta capitanía con el apelativo de "revolución blanca".
Al respecto, escribe Arciniegas: "Cuatro jefes nombra la ciudad de Mérida para que redacten un papel y lo dirijan a los hermanos de Trujillo. Los cuatro exprimen el cerebro buscando frases lúcidas y argumentos de peso que sorprendan a los de Trujillo y les persuadan. Lo primero, invocar la paz. Ellos quieren escribir un mensaje de buena voluntad. Civismo, cultura, respeto a la opinión ajena. La revolución empieza a volverse blanca. El tono inicial del documento lo indica: 'Oh nobles y plebeyos, vasallos fieles de la ciudad de Trujillo, hermanos míos: no ignoran que en cierta ocasión al saludar el Divino Maestro a sus discípulos les dijo: la paz sea con vosotros, no temáis; a ejemplo de tan Soberano Maestro os saluda la ciudad de Mérida, y con ella sus capitanes y jefes, y demás milicianos de este bien acordado ayuntamiento: la paz sea con vosotros'. La revolución será blanca, pero es preciso que se diga muy claro de la opresión que sufre el pueblo, del mal gobierno que pesa sobre los venezolanos, de los pechos [tributos extraordinarios] injustos, de los abusos tremendos de los funcionarios. (...). Con los nuevos pechos e imposiciones que de día en día han ordenado sus desordenadas conciencias, ya podemos decir que estos alquimistas hallaron la piedra filosofal para hacer oro a costa de nuestros bienes. Pero para poner remedio a tan crecido daño, y para quebrantar las escamosas cabezas de serpiente tan venenosa, puso sobre ella el pie, en primer término, la muy noble y muy leal villa del Socorro...'. Se cree en el pueblo que no es, que no puede ser el soberano quien ordene extorsionarlo como se está haciendo. [Los explotadores] son sus ministros, que falsean las leyes, las hacen más duras, las modifican para su propio provecho. Son los ministros la calamidad de la monarquía. Los esclavos piensan en que hay cédula oculta [un decreto secreto del Monarca para extinguir la exclavitud]. Los indios, que la alcabala es invento de los recaudadores. Ante ellos, la figura que se yergue feroz, la que abre las cárceles, la que ordena que se claven esposas y grillos, la que dirige los tormentos, es la del funcionario que se cree omnipotente porque habla a nombre del rey. El rey pudo dictar las Leyes de Indias para favorecer al pueblo de América, pero esas leyes, en manos de corregidorees y encomenderos, de los mismos curas y los alcaldes, se han vuelto humo. 'Que viva el Rey y muera el mal gobierno' " (p. 196).
Por otra parte, las ideas rousseaunianas que eran las que les darían a los revolucionarios armas de grueso calibre para instaurar modelos radicales de una República de alcance nacional, aún no habían penetrado en las masas populares. Tampoco se desarrolló la propuesta de representación de intereses de Locke, que se circunscribió a la América del Norte, cuya experiencia no fue adecuadamente conocida por los comuneros. Así, el influjo ideológico que más fuerza tuvo fué el de la idea de soberania popular del padre Suárez que se expresaba bien en el principio comunero de: "Viva el Rey y muera el mal gobierno".
En una interpretación conservadora de las mudanzas revolucionarias introducidas, los comuneros hacen hincapié en que ellos son los verdaderos representantes y continuadores de la tradición de celo por el bien común, cuya defensa fué primero otorgada al pueblo y, por empréstito, puesta en manos del Rey. Arciniegas escribe sobre este punto: "Su Majestd ha de conocer la falacia de sus ministros. No querrá que les den a los indios escorpiones por pan. Siendo Su Majestad la sabiduría misma, ha de conocer cómo traidoramente le engañan, y así, viendo cómo tomamos las armas en su defensa, nos aclamará no sólo fieles, sino fidelísimos. Si en el séptimo siglo metió un mal ministro a los moros en España, en este decimooctavo otros ministros infieles le han robado su erario, y han procurado introducir distintas sectas, así en España como en América. Los únicos leales son los comuneros!" (p. 197).
Conclusión.
El ciclo de las revoluciones comuneras en los Virreinatos españoles de final del siglo XVIII, dió lugar no a la monarquía constitucional o a la república parlamentarista. Un absolutismo, el de la Monarquía borbónica ilustrada, fué substituído por la continuidad del mismo. Habría que esperar a que, en las dos primeras décadas del siglo XIX, se fraguara y explotara en la América española la gesta de la Independencia bajo la inspiración rousseauniana, en el caso de las cinco repúblicas bolivarianas.
En la Nueva Granada, la transición de las repúblicas comuneras al régimen colonial de siempre, fué obra de un jesuítico mandatario, que sin ser jesuíta, hizo gala de la restricción mental ignaciana y unió en su cetro virreinal a los dos poderes, el espiritual y el temporal, en el mejor estilo absolutista exaltado por Thomas Hobbes en su Leviatán, o materia, forma y poder de una República eclesiástica y civil (1651). El héroe de los nuevos tiempos de la reestructuración del poder colonial fué el Arzobispo-Virrey Caballero y Góngora, que durante la revolución comunera apoyó tacticamnte las Capitulaciones de Zipaquirá, pero que, una vez desmobilizados los comuneros, desconoció dicho pacto y, al ser nombrado Virrey de la Nueva Granada por Carlos III, restauró por completo el odioso régimen colonial.
Arciniegas dejó sintetizada la doble faz del Arzobispo-Virrey en el siguiente texto: "No es difícil compaginar la actitud del señor arzobispo, que en plena misa mayor y con canto de Tedéum hace que se juren sobre los cuatro evangelios las capitulaciones y da de su cumplimiento todas las seguridades que su alta investidura puede ofrecer a un pueblo cristiano, y luégo autoriza su desconocimiento. Son abundantes las pruebas de esta dualidad de su carácter. Basta, para demostrarlo, la actitud observada por él a lo largo de la visita pastoral que verificó por las provincias con el objeto de reducir los pueblos a la mansedumbre, y las palabras que dejó estampadas en su defensa don Salvador Plata. Dice don Salvador: 'Luego que reconocimos los ánimos menos enfurecidos y que las cosas parecían mudar de semblante, descubrimos abiertamente nuestra repugnancia. Y a solicitud del ilustrísimo señor arzobispo, que con sus vivas y autorizadas persuasiones, y defendidos con su respetable presencia, nos hizo sacudir todo temor, otorgamos y remitimos a la Real Audiencia nuestros poderes, para que, o se moderasen o se aboliesen todos los artículos que expresa o implícitamente agravian la soberanía, perjudican demasiadamente la real hacienda y ofenden a la nación española' " (p. 219).