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Conferencia de La Capilla (Cundinamarca) que selló el futuro de la Guerra entre Colombia y el Perú, en Marzo de 1933. En la primera fila, segundo de izq. para der., el general Vásquez Cobo, comandante de las tropas colombianas; a seguir, el presidente Olaya Herrera. El general Amadeo Rodríguez aparece en la segunda fila, de izq. para der., en el segundo lugar (Foto: El Tiempo) |
Se completaron ochenta años de la guerra que trabaron, en 1932 y 1933,
Colombia y el Perú en la región amazónica. Mucho se ha escrito sobre los
aspectos económicos, políticos, estratégicos y diplomáticos del conflicto. Con
todo, poco se ha analizado el papel desempeñado por figuras importantes, tanto
de Colombia como del Perú. Pretendo recordar algunos aspectos acerca de la
participación del general Amadeo Rodríguez (1881-1959), mi abuelo, como Jefe
Civil y Militar del Amazonas en ese conflicto.
Cuando comienzo a redactar este trabajo, vienen a mi memoria
innumerables recuerdos de la infancia pasada en la hacienda El Carmen de
propiedad del general Amadeo Rodríguez en la Calera, pequeña población situada
al oriente de Bogotá. En esa bella región mis padres y mis hermanos pasamos
años inolvidables. La estadía en El Carmen comenzó poco después del “Bogotazo”,
ocurrido el 9 de abril de 1948 y se prolongó hasta comienzos de 1951, cuando
regresamos a nuestra casa en Bogotá, situada en las inmediaciones de la Quinta
Mutis, en el barrio Muequetá. Allí estaba situado el Colegio Mayor de nuestra
Señora del Rosario, incendiado por los revoltosos el 9 de abril de 1948 y cuyos
jardines hacían frente a nuestra casa, en la calle 63B. Fueron muchas las
tardes que pasamos, mis hermanos Alberto, María Victoria y yo, jugando con
nuestros amiguitos, en los bellos jardines del Colegio. Alfonso, otro hermano,
era todavía muy niño y los menores, María Isabel y Gabriel, aún no habían
nacido.
Todavía están presentes en mi memoria las horrorosas escenas de los
incendios que, por las ventanas de la casa paterna, veíamos esa noche trágica
del 9 de abril. Como mi abuelo tenía su casa cerca a la nuestra, separada
apenas por un lote, los revolucionarios trataron de incendiarla. Avisados de
que ya no pertenecía a mi abuelo y de que la casa de su hija Aura Victoria
quedaba al lado, los incendiarios comenzaron, después de la medianoche, a
rociar las ventanas del frente con querosene, para incendiarla. Mi padre,
con la carabina wínchester, pasó toda la noche disparando contra los que
pretendían cometer ese hecho. El “viejo” se ganó una ciática que lo atormentó
por el resto de la vida. Yo, niño de cinco años, me refugié con mamá y mis
hermanos debajo de una de las camas de nuestro cuarto, que tuvo la ventana
protegida por el armario, pues las balas disparadas desde la calle silbaban a
todo momento, haciendo impacto en las paredes. Por una rendija del armario que
protegía la ventana, vimos el incendio del Colegio Mayor y a los alumnos del
internado saltando horrorizados por las ventanas en llamas. Desde la parte
trasera de mi casa, que daba para el jardín, se veían también las llamaradas
que se desprendían de los incendios que destruyeron el centro de la ciudad.
Recuerdo que mi madre pasó la noche con nosotros rezando una tradicional oración
muy en boga en esa dura época.
Hago aquí un paréntesis para reflexionar brevemente con respecto a la
situación que vivieron (en la noche del 10 de Julio de 2013) los comerciantes
de Ipanema y Leblon, en Rio de Janeiro, víctimas de las hordas de agitadores y
terroristas que destruyeron instalaciones comerciales y bancarias en esos
barrios. Como mostraban las imágenes captadas por camarógrafos particulares,
los ciudadanos a todo asistían inermes, sin poder esbozar un gesto de defensa
frente a los bárbaros que invadieron, incendiaron y destruyeron sus propiedades
y negocios. La suerte de los cariocas sería otra radicalmente diferente si los
sucesivos gobiernos no los hubieran desarmado para armar a los bandidos. La
policía, como es praxis, solamente se preocupó por defender la residencia del
gobernador, en Leblon. Una vez dispersados los agitadores, los dejaron obrar
libremente en las calles de los dos barrios. Me imagino que si en la Bogotá de
1948 el gobierno hubiera desarmado a los ciudadanos, las víctimas civiles de la
revuelta se habrían contado por millares, incluyéndome a mí y a todos los
miembros de mi familia.
Vuelvo al relato de los sucesos del Bogotazo. El gobernador de
Cundinamarca decretó la ley marcial y el toque de queda. Nadie podía salir a la
calle. Pasados cinco días, los alimentos comenzaron a escasear en casa. Me
acuerdo que mi madre mandó a la cocinera, Carmen, que matara un gallo viejo que
había en el jardín. El animalito fue cocinado por horas y horas, pero su carne
quedó durísima. Una noche oímos en el antejardín de la casa unos lamentos muy
dolorosos. Un soldado había sido baleado por el cabo, su jefe, por cuestiones
de disciplina, y quedó agonizando durante horas encima de los guijarros de
vidrio que protegían el muro que separaba la casa de mis padres del lote vecino,
sin que nadie pudiera hacer nada debido al riguroso toque de queda. Al cabo de
una semana y aprovechando una tregua en los combates callejeros, por sugerencia
de mi abuelo nos mudamos para la Hacienda el Carmen, en donde, como ya
destaqué, pasaríamos el período que va desde Abril de 1948 hasta los primeros
meses de 1951. Nuestra casa de Muequetá fue alquilada para un amigo de la
familia, el coronel de la Fuerza Aérea colombiana Emilio Correa, casado con la
bella Matilde Henao. Los dos serían poco después padrinos de bautizo de mi
hermana María Isabel. En los aciagos momentos que se vivieron en Bogotá, con
los revolucionarios tomando posiciones importantes como el Ministerio de
Comunicaciones y la Radio Nacional, un hijo del general Rodríguez, el mayor de
Infantería de Marina, Carlos Rodríguez Téllez (1914-1993) tuvo participación
importante en la defensa del orden público; bajo su comando la tropa retomó de
los insurgentes la Radio Nacional, en sangriento episodio en el que murió,
baleado por francotiradores escondidos en la torre de la Iglesia de Las Nieves,
en el centro de Bogotá, el conductor del tanque Sherman que le hacía escolta a
la patrulla militar.
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Mayor de la Infantería de Marina, Carlos Rodríguez Téllez, que comandó la tropa en la toma de la Radio Nacional, el 9 de Abril de 1948 (Foto: álbum de familia). |
Debido a la agresividad del movimiento revolucionario que tomó cuenta de
Bogotá y demás ciudades después del asesinato del jefe liberal Jorge Eliécer
Gaitán, mi abuelo se refugió en su hacienda El Carmen. El poder estaba fuertemente dividido en
Colombia entre los liberales y los conservadores, que habían conquistado la
presidencia de la República, ocupada en esos momentos por Mariano Ospina Pérez,
después del largo período conocido como “Hegemonía Liberal” que se extendió
desde comienzos de la década del treinta hasta mediados de los años cuarenta.
El Ejército era definidamente conservador y apoyaba al primer mandatario. No
ocurría eso con la Policía que estaba infiltrada por liberales radicales que, el
9 de abril, armaron a los sectores populares que protestaban contra el
asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1902-1948). La puerta estaba abierta en
Colombia, de esta forma, para el conflicto civil entre liberales y
conservadores, que pasó a ser denominado genéricamente como “La Violencia” y
que cobró la vida de muchos colombianos a lo largo y ancho del país durante la
década que va de 1948 hasta 1958.
La contienda civil solamente terminaría
con el pacto firmado entre los jefes de los partidos beligerantes, en el denominado
“Frente Nacional”, que tuvo vigencia entre 1958 y 1974.
El general Amadeo, frente al riesgo de que el municipio de La Calera
cayera en manos de los revolucionarios, se proclamó Jefe Civil y Militar del
municipio, habiendo organizado, entre los hacendados y los campesinos de la
región, una fuerza armada que combatió con éxito a los revoltosos que venían de
Bogotá. Aún recuerdo los implementos logísticos como morrales y cantimploras,
que mi abuelo guardaba en la hacienda, amén de algunas armas como fusiles y
machetes. Eran usados antiguos fusiles máuser, adquiridos por el Ejército de
las sobras de la guerra franco-prusiana de 1870-71.
Vuelvo al relato de la participación de mi abuelo en la Guerra contra el
Perú. Decidí, en este artículo, centrar mi exposición en documentos de prensa. Realicé
la investigación en 1993, cuando aprovechando un viaje a Bogotá para dar
algunas conferencias en una universidad local, dediqué las tardes libres a
consultar la hemeroteca de la Biblioteca Nacional. Dejaré para otra oportunidad los comentarios
acerca de la obra que sobre la contienda escribió el general Amadeo y que
publicó en primera edición, en 1939, con el título: Caminos de Guerra y Conspiración
.
La segunda edición fue corregida y ampliada con el siguiente título: Caminos
de Guerra y Conspiración y su epílogo .
El “Epílogo” se refería a las actividades políticas de mi abuelo, como
representante a la Cámara por el Partido Conservador a fines de la década del
40, y a su actividad como cónsul general de Colombia en Barcelona, entre 1954 y
1957. En otro artículo me referiré a la participación del general Amadeo en estos
episodios de la vida política colombiana.
Cuatro puntos desarrollaré en mi trabajo: 1 – Marco histórico de la
América Latina en los años 30: el ascenso de los modelos autoritarios y las
propuestas de modernización. 2 – El
conflicto colombo-peruano: principales hechos y sus causas. 3 – La
participación del general Amadeo Rodríguez en el conflicto como Jefe Civil y
Militar del Amazonas. 4 – Conclusiones.
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Escenas del "Bogotazo". Arriba: Destrucción total de edificios públicos en el centro histórico de Bogotá, cerca al lugar en donde fué asesinado Jorge Eliécer Gaitán. Abajo: cadáveres se amontonan en el Cementerio Central (Fotos: El Tiempo). |
1 – Marco
histórico de la América Latina en los años 30: el ascenso de los modelos
autoritarios y las propuestas de modernización.
La década del 30 fue rica en movimientos que buscaban la modernización
de los varios países latinoamericanos, frente al fracaso de las tradicionales
oligarquías. He estudiado con detalle lo que pasó en Brasil en ese lapso de
tiempo, alrededor de las investigaciones que realicé sobre el Castillismo y más
concretamente el papel de Getulio Vargas (1883-1954) dentro de esta tendencia .
Vargas, oriundo del Estado de Rio Grande do Sul, se afirmó como el jefe del
movimiento revolucionario que, apoyado en el Ejército, apeó a los paulistas del
poder en 1930, habiendo dado lugar a una dictadura que se prolongó hasta 1945,
largo período durante el cual se hicieron las principales reformas
sociopolíticas que sedimentaron la industrialización del Brasil en los años 50
y 60.
Como caracterización del clima autoritario que se respiraba en Brasil en
1930, el diario colombiano El Espectador registraba la censura
a la prensa practicada por el régimen de Vargas. Cito, a seguir, parte del
artículo que escribió el corresponsal del New York Times, George H. Corey en
Diciembre de 1931: “(…) Durante la primera y única audiencia que se me
concedió, las autoridades intentaron con poco empeño y con menos éxito probar
el cargo. De la cárcel se me llevó en seguida ante el jefe de la policía del
distrito federal, encargado de la censura. En presencia suya se pusieron en
evidencia varios legajos con copias de despachos enviados por distintos
corresponsales de periódicos. Escogiendo un documento de uno de esos legajos,
el jefe de la policía, después de leerlo cuidadosamente, mirándome en seguida,
con atención me dijo: Vergüenza debiera
darle a Usted, señor Corey, de enviar a su periódico noticias como ésta. Recorrí
entonces con la vista el despacho que tenía él en su mano. Era un corto
mensaje, en el que se daba cuenta de que el presidente provisional, Getulio
Vargas, había decretado severos castigos bajo el imperio de la ley marcial
contra cualesquiera personas responsables de actos de rebeldía contra el
gobierno. Pero no pudo reconocer tal despacho como mío. Examinándolo más
cuidadosamente, vi que estaba dirigido a The Times, London, England y que al
pie aparecía la firma del corresponsal autorizado del diario londinense. Rápidamente y con la fundada esperanza de que
una aclaración del error me proporcionaría incontinenti la libertad, traté de
hacerle comprender al funcionario que el despacho que tenía en la mano y aducía
como prueba contra mí, había sido escrito por otra persona enteramente distinta
y enviado a su periódico de Inglaterra, no de los Estados Unidos. Todo da lo mismo. Todo da lo mismo –
repitió el jefe. Pero… - traté de
interrumpir. Inútil empeño. Señalándome con gesto acusador, continuó así: Todo es una misma cosa. Ustedes tienen la
compañía de Ford en los Estados Unidos; tienen la compañía de Ford en la
Argentina y la compañía de Ford del Brasil; pues bien, asimismo, el Times de Londres
y el Times de Nueva York tienen que ser una misma cosa. Comprendí entonces
la inutilidad de continuar defendiéndome ante un juez que revelaba semejante
grado de inteligencia y dirigiéndome al embajador de los Estados Unidos, que me
había obtenido aquella audiencia, le pedí que la diera por terminada. Por de
contado tuve que volver a la cárcel (…). Tanto la prensa como el público
brasileño son tremendamente quisquillosos con cuanto aparece publicado en los
periódicos del exterior relativo a su país (…)”.
La situación internacional en los años 30 del siglo pasado era, desde el
punto de vista económico, de gran inestabilidad y de recesión marcada. Algo
semejante a lo que el mundo pasó a vivir a partir de 2008. He aquí el relato
que un periodista del área económica hacía en 1932, acerca de la situación
latinoamericana considerada como la más aguda por la falta de tino económico de
los gobiernos locales, no apenas por la negra coyuntura internacional: “Los
países que quizás han sido más duramente castigados por la conflagración del
crédito que actualmente abruma el universo económico, son éstos del continente
iberoamericano, y son sus gobiernos y sus gerentes bancarios quienes más han
llevado y traído el famoso argumento de la depresión universal, desde Ibáñez
del Campo hasta Abadía Méndez y Olaya Herrera. Sin embargo, estos países no
debieran lógicamente cargar la totalidad de los actuales rigores, ni estaban
fatalmente sometidos a sufrir como están sufriendo las persecuciones del
crédito europeo y norteamericano, al haber llevado las cosas con alguna mayor
pericia y con sinceridad económica”.
Los movimientos reformistas que tuvieron lugar a lo largo y ancho de la
América Latina, trataron de dar respuestas a la problemática económica
señalada. Ya me he referido al proceso desarrollado en Brasil por Getulio
Vargas. En Colombia el reformismo modernizador se dio en el contexto de la
“Revolución en Marcha” de Alfonso López Pumarejo (que gobernó entre 1934 y
1938). Las propuestas reformistas de este mandatario, inspiradas en el New Deal del presidente Franklin Delano Roosevelt
(1882-1945), que consagraban el intervencionismo del Estado en materia
económica dentro de los dictámenes de lord Keynes (1883-1946), fueron mitigadas por la oposición de los
liberales moderados y de los conservadores. Particularmente sensibles fueron
las medidas en el terreno político, aunadas alrededor de la reforma
constitucional propuesta en 1936 por López y por su ministro de gobierno Darío
Echandía (1897-1984). Mi abuelo, como muchos conservadores, interpretaría estas
medidas reformistas como una propuesta de los liberales para eternizarse en el
poder. Lo que por debajo de estas críticas había era una tremenda crisis de
confianza entre liberales y conservadores. Cada uno veía al otro lado como
enemigo irreconciliable que buscaba la destrucción del adversario.
A propósito de esta radicalización de espíritus y de facciones, que
anunciaba con dieciséis años de antecedencia el sangriento ciclo denominado “La
Violencia”, el diario El Espectador traía, en su edición
de 7 de Marzo de 1932, una curiosa materia titulada: “Las milicias cívicas son
una amenaza, dice el general Berrío”. Este es el tenor completo de la noticia:
“El general Pedro Justo Berrío, presidente del Directorio Nacional Conservador,
llegó en la tarde de ayer a esta ciudad (Medellín), procedente de su finca de
Santa Rosa de Osos (…). Las milicias
cívicas – declaró - son una amenaza para el orden establecido y
un peligro de choques continuos, cuyas consecuencias para la Nación pueden ser
fatales. Los partidos políticos se ponen al límine de una contienda armada
organizando militarmente sus hombres. Considera el general Berrío que si el
gobierno nacional no termina con las milicias liberales, el conservatismo debe
organizarlas también con un criterio de legítima defensa. Si la violencia se ejercita contra nosotros – dice – debemos estar preparados para
contrarrestarla con la violencia”. Dicho en otras palabras, tanto liberales
como conservadores se armaban para hacer valer por la fuerza sus propuestas de
gobierno. Claro que en un momento en que el poder era ejercido por los
liberales, cabía a éstos mayor responsabilidad por la radicalización en marcha.
En el Perú las cosas no dejaban de estar menos radicalizadas. A fines de
Diciembre de 1931 había subido al poder el coronel Luis Miguel Sánchez Cerro
(1889-1933), que inmediatamente puso en el destierro a los líderes apristas,
entre los cuales se encontraba el fundador del movimiento, Víctor Raúl Haya de
la Torre (1895-1979). He aquí el relato que hizo la prensa acerca de las
convicciones políticas de uno de esos líderes, Manuel Seoane, que había
recibido asilo en Colombia: “Ante un auditorio heterogéneo y desconcertado hizo
ayer tarde don Manuel Seoane una disertación magnífica acerca de la revolución
ideológica del Perú, que es en concepto suyo, y en nuestro propio concepto
también, el complemento histórico de la guerra de Independencia. El aprismo no
es un partido político ni una montonera revolucionaria. Es un movimiento
esencialmente racial, genuinamente indígena, que actúa en un medio social mediatizado,
con una orientación ideológica profundamente realista, y dentro de una perfecta
organización de combate. Es difícil predecir cuántos meses o cuántos años
necesitará el aprismo para imponerse en el Perú y en los demás países de la
América Latina, pero se puede afirmar absolutamente que ese áspero grito de
juventud va a producir una transformación radical y definitiva en la estructura
económica, en la organización política y en la constitución social de estos
pueblos rebeldes contra la dominación financiera extraña. Es una fácil
predicción, porque el movimiento aprista no persigue la exclusión del capital,
del esfuerzo y de la inteligencia extraños, sino su adaptación al medio
económico americano, en condiciones que le aseguren una remuneración suficiente,
que le den plenas garantías de estabilidad y que no impliquen una explotación
inmoderada del trabajador autóctono. Es la conquista sistemática, racional e
inteligente del capitalismo por la tierra y por la raza, dentro de un concepto
puramente americano de la llamada cooperación triangular (…)”.
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Capa de la segunda edición (Barcelona, 1955) de la obra del general Rodríguez titulada: Caminos de guerrra y conspiración y su epílogo (Foto: ábum de familia). |
No es difícil observar en las palabras de Seoane la inspiración
revolucionaria del aprismo. A pesar de presentarse como un movimiento
apolítico, toda la estructura del mismo era la de un cuerpo armado en marcha de
combate. Asimismo, se puede observar la pretensión de tratarse de un movimiento
que se impone, no que negocia sus propuestas. Algo semejante a lo que los
Castillistas pretendían en Brasil o a lo que los líderes liberales y
conservadores realizaban en Colombia, con la generación de un clima de enfrentamiento
armado entre los partidos políticos.
La prensa destacaba, en Mayo de 1932, que el país vivía una
radicalización creciente entre liberales y conservadores, especialmente en el
Departamento de Santander del Norte. He aquí el tenor de un editorial de El
Espectador: “No es sólo probable sino absolutamente seguro que en las
reyertas fratricidas a que están entregadas varias poblaciones de Santander del
Norte, y que le cuestan ya a esa sección del país docenas de vidas inocentes,
tengan igual o parecida responsabilidad los caudillos conservadores y liberales
que las estimulan o las toleran con una torpe incomprensión de su deber social
y de sus obligaciones políticas. (…) El gobierno no ha dispuesto allí de
elementos militares y de policía en cantidad suficiente para contener el
desarrollo de sucesos que le habían sido anunciados con anterioridad. Desde
hace poco más de un año es evidente para todos los colombianos que la policía
de Santander del Norte fue reducida por la asamblea de esa sección a proporciones
insignificantes”.
2 – El
conflicto colombo-peruano: principales hechos y sus causas.
El asalto a Leticia estuvo precedido por más de un siglo de conflictos y
negociaciones diplomáticas con el Perú. El más importante enfrentamiento,
anterior a la toma de Leticia, fue la guerra de 1829, desatada por el mariscal
José de la Mar (1778-1830) con el propósito de anexar al Perú las provincias
colombianas de Cuenca, Loja y Guayaquil. Otro conflicto armado ocurrió en 1911,
cuando fue invadida militarmente por tropas peruanas la localidad de La
Pedrera, estratégica posición vigilada por el Ejército colombiano y que estaba
situada en la margen sur del Rio Caquetá. Este incidente fue practicado bajo el
comando del teniente coronel Oscar Benavides.
El Tratado Lozano-Salomón, ratificado por los gobiernos de Colombia y Perú en
1928, no dejó satisfechas las aspiraciones contrapuestas de colombianos y
peruanos. Ambos países pretendían tener derechos sobre extensiones geográficas
que el mencionado instrumento de Derecho Internacional Público dejó por fuera de
las negociaciones.
Para el Perú, la soberanía nacional se extendía hasta el río Caquetá por el
norte, en virtud del hecho de que hasta allí llegaba la jurisdicción religiosa
del obispado de Lima, al cual la corona española había asignado el territorio
amazónico, con finalidad misionera. Para Colombia, esos territorios, extendidos
por el Sur hasta el río Napo y por el Oriente hasta la desembocadura del Caquetá
en el rio Amazonas, constituían una herencia histórica del Virreinato de la
Nueva Granada, por fuerza de la doctrina del Uti Possidetis, de 1810, que tenía vigencia en el mundo
hispanoamericano como base para la delimitación territorial de las naciones
emergentes de los conflictos que se siguieron al ciclo colonial ibérico.
La razón económica que más pesó para que el Perú iniciara las hostilidades
contra Colombia invadiendo Leticia, debe situarse en el contexto del
Patrimonialismo representado por los negocios de la Casa Arana y de los
Hermanos Vigil. Ambos emprendimientos constituían una privatización del poder
del Estado en manos de particulares. La
Casa Arana, tristemente célebre desde las épocas de las caucheras, tenía
bajo su poder una inmensa concesión en territorio colombiano, otorgado por el
gobierno del Perú desde antes de la firma del Tratado Lozano-Salomón. Los
Hermanos Vigil, por su parte, eran propietarios de la Granja La Victoria,
situada al oeste de Leticia. Con base en esa propiedad desarrollaban lucrativos
negocios madereros y agrícolas, sin prestarle cuentas a nadie.
Con fuertes influencias en los altos círculos políticos de Lima, tanto
la Casa Arana cuanto los Hermanos Vigil hacían presión sobre el gobierno
peruano, a fin de que las tierras en donde se situaban sus negocios dejaran de
hacer parte del territorio colombiano y se reintegraran al Perú. El momento
cierto para hacer más fuertes sus presiones fue dado cuando el coronel Luis
María Sánchez Cerro llegó al poder por la fuerza en 1930, al derrocar al
presidente constitucional Augusto B. Leguía (1863-1932). Para Sánchez Cerro,
por otra parte, corresponder a las presiones de la Casa Arana y de los Hermanos
Vigil pasó a ser un negocio interesante, a fin de consolidar su poder mediante
el incremento del espíritu nacionalista. La invasión de la población de Leticia
pasó a ser, para el dictador, fruto de “las incontenibles aspiraciones del pueblo
peruano”. Dos países amigos que habían solucionado sus problemas de frontera de
manera pacífica en las primeras décadas del Siglo XX, se veían, así, conducidos
a la agresión de uno de ellos, el Perú, contra el territorio colombiano.
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Embalse San Rafael del Acueducto de Bogotá. Al fondo, a la derecha, la sede de la Hacienda El Carmen, de propiedad del general Amadeo Rodríguez, situada a 3 mil metros de altura y a 30 minutos en carro de Bogotá (Foto: Empresa Acueducto de Bogotá, 2004). | |
Según el líder aprista de Loreto, Héctor A. Morey, diputado a la
Asamblea Constituyente del Perú por el Departamento de Loreto y que había sido
desterrado por Sánchez Cerro, explicitó las razones del conflicto en entrevista
que tuvo lugar en Nueva York el 24 de Septiembre de 1932. El periodista
colombiano Jorge Cárdenas Nanneti, que realizó la entrevista, sintetizó los
puntos principales de la misma en los siguientes términos: “1 - (…) El
conflicto suscitado en Leticia es el resultado de un movimiento popular y
patriótico de los peruanos, y no como se creyó en un principio (…) un golpe
estratégico del gobierno para ganarse la voluntad de los loretanos desafectos.
Otra cosa será que el coronel Sánchez Cerro aproveche las circunstancias para
su beneficio particular. (…) 2 - La
situación verdadera de nuestra región amazónica es bastante desconocida para
los colombianos que estamos tan lejos de aquellos parajes. (…). 3 - La cesión de Leticia a Colombia contrarió
profundos intereses de los loretanos. Después que el territorio pasó a jurisdicción
colombiana, muchos de los habitantes peruanos se han visto hostilizados por los
colombianos. 4 – Los peruanos, inclusive
los apristas, de la oposición, consideraban el Tratado Salomón-Lozano
desventajoso para el Perú y querían una revisión del mismo. 5 – Los peruanos no
ven por qué Colombia tenga necesidad de un puerto sobre el Amazonas, si ya
posee costas sobre dos océanos y salidas por el Orinoco y por el Putumayo que
conducen al Amazonas. 6 – Leticia (…) [según los peruanos] es la puerta de nuestro comercio con aquella
región y la posición estratégica más importante de toda la comarca. Leticia,
población de unas 500 almas nada más, es una especie de Gibraltar del Amazonas,
pues está edificada sobre un peñón casi inexpugnable; domina por completo el
río y puede cerrar fácilmente el comercio del Amazonas o impedir los
movimientos navales de las fuerzas peruanas en esas aguas. Leticia colombiana
es un peligro para el Perú, pues si el actual gobierno colombiano es pacífico y
respetuoso de los tratados, los peruanos desconfían, sin embargo, del porvenir,
y no quieren ver la puerta de su comercio amazónico guardada por un baluarte
extranjero (…). 7 - (…) El señor
Villamil Fajardo [la máxima autoridad civil en Leticia] y algunos otros
ciudadanos colombianos cometieron un error al decir, antes de firmarse el
tratado, que Leticia iba a ser declarada puerto libre. Esto causó gran
desasosiego entre los peruanos, pues significaría la ruina de Iquitos: todo el
comercio, que es en su mayoría extranjero, se desviaría por Leticia y esa
llegaría a ser la ciudad de importancia, mientras que Iquitos moriría poco a
poco”.
Sánchez Cerro, el dictador peruano, trataría de hacer que el conflicto
colombo-peruano lo beneficiara personalmente a él. Al respecto Héctor A. Morey
dijo lo siguiente, en la entrevista hecha por Jorge Cárdenas Nanneti: “Aunque Sánchez Cerro no haya sido el
instigador del conflicto, sí será su indiscutible beneficiario. El no trabajará
más que por su conveniencia personal y tratará de sacar el mejor partido
posible de la situación. Su proyecto principal es el de permanecer en el poder
a todo trance. Si a ello le ayuda la retención de Leticia, la retendrá, o
tratará de retenerla por la fuerza. Si, por el contrario, juzga que el asalto a
Leticia y el apoyo del gobierno peruano a ese ataque pueden minar las bases de
su poderío, entonces no vacilará en hacer devolver Leticia a Colombia”.
Vale la pena aclarar, a esta altura, los términos del Tratado
Salomón-Lozano, que fue firmado en Lima el 22 de Marzo de 1922 (por Fabio
Lozano T. y A. Salomón, respectivos ministros representantes de los gobiernos
de Colombia y Perú). El Tratado fue ratificado en Bogotá, el 17 de Marzo de
1928, por el Ministro de Relaciones Exteriores, habiendo sido promulgado el 4
de Abril de 1928.
Estos son los términos fundamentales del Tratado: “(…) Colombia declara
que pertenecen al Perú, en virtud del presente Tratado, los territorios
comprendidos entre la margen derecha del rio Putumayo, hacia el oriente de la
boca del Cuhimbé, y la línea establecida y amojonada como frontera entre
Colombia y el Ecuador, en las hoyas del Putumayo y del Napo, en virtud del
Tratado de Límites celebrado entre ambas repúblicas el 15 de Junio de 1916.
Colombia declara que se reserva respecto del Brasil sus derechos a los
territorios situados al oriente de la línea Tabatinga-Apaporis, pactada entre
el Perú y el Brasil por el Tratado de 23 de Octubre de 1851. Las Altas Partes
contratantes declaran que quedan definitiva e irrevocablemente terminadas todas
y cada una de las diferencias que, por causa de los límites entre Colombia y el
Perú, habían surgido hasta ahora, sin que en adelante pueda surgir ninguna que
altere de cualquier modo la línea de frontera fijada en el presente Tratado”.
Al respecto del significado del Tratado Salomón Lozano en el contexto de
la política internacional, escribía Alfredo Michelsen en editorial del diario El
Espectador: “(…) Todos sabemos que (los territorios peruanos) fueron
cedidos a cambio de porciones mayores de territorio colombiano, en un Tratado
libremente consentido por ambas partes, ratificado por los dos parlamentos,
registrado por uno y otro país en la Sociedad de las Naciones, y que ya surtió
sus efectos en la demarcación de la frontera común, y la entrega mutua de
territorios por las comisiones mixtas (…)”.
En cuanto a los principales hechos que se sitúan en los orígenes del
conflicto, he aquí el resumen realizado por el líder aprista, el peruano Héctor
A. Morey, en la entrevista concedida en Nueva York al periodista colombiano
Jorge Cárdenas Nanneti: “(…) En cuanto a la naturaleza del conflicto, recuerde
Usted cómo se han desarrollado los acontecimientos: Primero, el asalto
inesperado al puerto colombiano de Leticia por un grupo de peruanos residentes,
según se dice, en Caballo Cocha, en la hacienda Victoria y en el mismo Leticia;
inmediatamente, manifestaciones de alegría en Iquitos, donde se obligó a
renunciar el cargo de prefecto (gobernador) y comandante de armas al comandante
Ugarte, por haber sido quien en tiempos de Leguía hizo entrega de los
territorios cedidos, según el tratado Lozano-Salomón. Al retirarse Ugarte se
encarga provisionalmente de la prefectura de Loreto el comandante Isauro
Calderón, sanchezcerrista, y se constituye en aquella ciudad una junta
patriótica integrada por peruanos pertenecientes a todos los partidos, entre
los cuales se destacan el ingeniero Oscar Ordóñez (uno de los que dirigieron el
asalto a Leticia), hijo de un antiguo comandante de armas de la región; Marcial
Saavedra, aprista, cuyo hermano está desterrado por el gobierno; Ignacio Morey
Peña, aprista (hermano del entrevistado); Pedro del Aguila Hidalgo,
sanchezcerrista, primo del diputado civilista por Loreto; Manuel Morey,
independiente (primo del entrevistado); Guillermo Ponce de León y el ingeniero
Aranda. Luego, el nuevo prefecto enviado de Lima, señor Oswaldo Hoyos Osores,
es recibido con entusiasmo por todo el pueblo de Iquitos sin distinción de
partidos (….)”.
“(…) En un principio, – continúa Héctor A. Morey – y al tener
conocimiento de que varios apristas se hallaban comprometidos en el movimiento,
el gobierno temió que se tratara de una conspiración revolucionaria, y por eso
no dio cuenta de los sucesos hasta asegurarse de que el movimiento tenía carácter
popular y nacionalista, y no iba contra el régimen de Sánchez Cerro. Así
explica también por qué el gobierno peruano dijo primero que eran comunistas
los asaltantes de Leticia (…). Se dice que de Lima salieron dos regimientos,
uno por la vía del a Oroya y el río Ucayali, y otro por el norte, o sea por
Cajamarca, hacia Iquitos. El gobierno dijo que iban a debelar la insurrección,
pues se creía en un principio que de rebelión contra Sánchez Cerro se trataba
(…). La noticia tenía un doble efecto: primero, ganarse el favor de los
loretanos, que pidieron desde Iquitos el apoyo de las fuerzas armadas; segundo,
hacer creer en el exterior que el gobierno no tenía nada que ver con el asalto
a Leticia, sino que, por el contrario, enviaba tropas a debelar la insurrección”.
A su vez, el diario colombiano El Espectador hacía el siguiente
recuento de los hechos de la toma de Leticia: “Trecientos peruanos armados de
ametralladoras y rifles asaltaron la población indefensa, apresaron las
autoridades y se robaron los fondos. Las familias se refugian en las
poblaciones brasileñas vecinas. Nuestros distinguidos compatriotas general Max
Carriazo y doctor José María Pantoja, nos dirigen desde Manaus, Brasil, el
siguiente interesantísimo despacho telegráfico, sobre los sucesos ocurridos el
primero de Septiembre pasado en Leticia: Manaos, Septiembre 2. Vía Barbados.
(Demorado por un error en el servicio). Espectador – Bogotá. En la madrugada de
ayer, 1º de Septiembre, según informaciones fidedignas que han llegado aquí,
trescientos civiles peruanos, comandados por el coronel Oscar Ordóñez, armados
con ametralladoras y rifles, asaltaron e invadieron la población colombiana de
Leticia, que se hallaba indefensa, apoderándose de ella. Apresaron al
intendente, señor Villamil Fajardo, y todas las autoridades de la
administración pública, y se robaron los fondos de la Intendencia, que estaban
guardados en las cajas de la administración de hacienda. Otros mensajes,
también recibidos hoy en esta ciudad, dan cuenta de que las autoridades colombianas
fueron expulsadas del puerto de Leticia, quedando así los peruanos como dueños
absolutos de esa indefensa parte del territorio nacional, violado infamemente.
Las familias de los colombianos que residían en el puerto amazónico de Leticia,
se vieron obligadas a huir en presencia de los invasores, para buscar refugio
en las poblaciones vecinas de nacionalidad brasileña. Consideramos urgentísimo
que el gobierno de Colombia tome inmediatas y enérgicas medidas, para expulsar
a los invasores peruanos y evitar la humillación nacional. Max Carriazo, José
María Pantoja”.
Con motivo de las primeras reacciones del gobierno colombiano, que envió
a Leticia dos navíos cañoneros con tropas para retomar el puerto fluvial, el
diario bogotano El Tiempo publicaba el siguiente titular: “El Perú prepara un
golpe de mano sobre los cañoneros y las tropas colombianas”.
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El General Amadeo Rodríguez y sus oficiales colaboradores, junto con personal civil de la guarnición de Puerto Asís, el 4 de Diciembre de 1932, poco antes de su partida para Bogotá (Foto: álbum de familia). |
Acerca del papel que, según el presidente peruano Sánchez Cerro, le
correspondía al Perú en el concierto internacional, el periodista Paco Lince,
de El
Tiempo, citaba las palabras del mandatario: “Más de treinta años de
vida pública me han hecho comprender que en América no deben existir sino tres
países, tres grandes países: Colombia, Perú y Argentina. Colombia tiene ya con
lo que tiene, que es mucho; Argentina, aunque allí los argentinos se pueden
contar con los dedos, pues es una nación sin fisionomía propia, también tiene
bastante; pero el Perú sí no puede tolerar una fajita modesta de Chile, ni eso
del Ecuador, que son los portugueses americanos. Allí no hay sino mujeres
bonitas y poetas malos; los hombres no aparecen por ninguna parte. Ah! Se me
olvidaba el Brasil… Pero eso lo hablaremos después. Ustedes son muy amigos del
Brasil, no?... Sí, Ustedes son muy amigos…”. El periodista Paco Lince escribía
a continuación: “Los ojos del coronel peruano, hundidos en dos bolsas obscuras,
tenían un opaco fulgor de tragedia. No miraban rectamente, de frente, sino de
modo oblicuo. La astucia del indio
ancestral tenía en ellos su natural escondite (…)”.
Haciendo referencia a lo que su nombre significaba, decía el presidente
peruano: “(…) Eso lo tengo por experiencia. Mi nombre debe estar siempre por
encima de todo. El cerro es la cumbre y encima de la cumbre está mi nombre. Por
eso escribo siempre CERRO”.
La personalidad de Sánchez Cerro se caracterizaba porque estaba tallada
para el ejercicio autoritario del poder, aunado a las escasas luces. Da testimonio
de esto la materia de prensa sobre la conferencia pronunciada en Panamá por
Sánchez Cerro, cuando era aspirante a la presidencia del Perú, a comienzos de
1932. Este es el tenor de la citada nota: “Las ideas del Presidente del Perú.
Sus conceptos geográficos y su cultura, según la conferencia que dictó en el Club Unión de Church, Balboa – Panamá (1932).
La conferencia de anoche dictada por el aspirante a la Presidencia del Perú,
comandante Sánchez Cerro, culminó en su estruendoso fracaso. El selecto público
que acudió a escuchar al conferencista fue defraudado por la ignorancia y la
poca preparación de éste. Los peruanos
residentes en Panamá protestan por la forma tan triste en que Sánchez Cerro
exhibió al Perú”.
La prensa de los Estados Unidos consideraba que el ataque a Leticia no
había tenido motivos nacionalistas de peruanos de la región de Loreto
descontentos con los límites fijados por el Tratado Salomón-Lozano (como otros
informes de prensa habían destacado, en Perú y en Colombia). La causa más
importante era de índole militar y política. Al respecto, es muy significativa
la materia vehiculada por El Tiempo en los siguientes
términos: “The New York Times publica hoy [19 de Noviembre de 1932] un
despacho procedente de Rio de Janeiro [en el cual se informa que] el ataque de
los peruanos a la población colombiana de Leticia fue premeditado cautelosamente
y preparado anticipadamente con precisión militar (…). Agrega la información
que aun cuando es cierto que el pueblo de Iquitos apoyó después el asalto de
Leticia, la iniciativa de ese atentado no tuvo origen popular, sino que se
fraguó en los círculos militares (…)”.
El periódico El Tiempo destacaba, además, el carácter ambiguo de la política
peruana que, por una parte, hacía creer que la ocupación armada de Leticia era
obra de civiles descontentos con el Tratado Salomón-Lozano, cuando, por otra,
se trataba de una acción militar. A propósito, el citado matutino comentaba: “(…)
La ocupación militar del puerto de Leticia quedó ya confirmada: en esta forma
se define claramente la política ambigua que ha venido sosteniendo el Perú
(…)”.
Los principales hechos que tuvieron lugar durante la guerra se pueden
resumir de la siguiente forma: después de la llamada “Hegemonía Conservadora”
con el Partido Conservador en el poder durante 45 años, las elecciones de 1930
dieron el poder a los liberales, quienes gobernaron hasta 1946. El gobierno de Enrique
Olaya Herrera (1880-1937), elegido en 1930, se denominó “Concentración
Nacional” y reconoció a los sindicatos con la finalidad de controlar el
descontento social y ganarse el apoyo de los sectores obreros. El conflicto con
el Perú se dio en este contexto. Era la primera vez, en el siglo XX, que
Colombia medía armas, en una guerra formal, con un enemigo situado en el
exterior. En 1911 las tropas colombianas habían sido derrotadas por los
peruanos en la localidad de La Pedrera, como recordamos anteriormente. Pero
este episodio no llegó a convertirse en un conflicto generalizado.
La guerra con
el Perú representó, así, una nueva situación para la sociedad colombiana, que se
vio abocada a enfrentar combates terrestres, fluviales y aéreos, sin tener
experiencia próxima en éstos. El esfuerzo para maximizar resultados fue grande
y la sociedad tuvo que darle un decidido apoyo al gobierno en estas nuevas
circunstancias. Fueron muy significativas las escenas patrióticas de familias entregando
sus joyas para recaudar fondos de guerra o de civiles ofreciéndose en las
unidades militares de todo el país para luchar en el frente. Hubo
manifestaciones de apoyo a las Fuerzas Militares colombianas en varias
ciudades. Los partidos políticos, con excepción del comunista (seguidor, como
es de praxis, de la absurda tesis de la “revolución proletaria” a nivel
mundial) manifestaron pleno apoyo al gobierno. Los liberales, con todo, le
daban énfasis también a las negociaciones diplomáticas. Los conservadores, por
la boca de su líder Laureano Gómez (1889-1965), pregonaban la “paz en el
interior y la guerra en la frontera”. El conflicto colombo-peruano le permitió
al país reorganizar el Ejército, así como darle el puntapié inicial al surgimiento
de la Fuerza Aérea, además de avanzar en la organización de una Marina de
Guerra moderna.
El “florero de Llorente” del conflicto consistió en la toma de Leticia
por los peruanos. Esto ocurrió el 1 de septiembre de 1932, cuando un grupo de
48 ciudadanos (de Iquitos y Pucallpa), al mando del Ingeniero Oscar Ordóñez y
del Alférez retirado del Ejército Juan Francisco de La Rosa Guevara, junto con aproximadamente
200 soldados de la guarnición de Chimbote, invadieron la población colombiana
de Leticia para reclamarla como peruana, capturando a las Autoridades y a la
Guarnición allí destacada y que estaba integrada por 18 policías comandados por
el Coronel Luís Acevedo. Entre los prisioneros civiles se encontraba el intendente del Amazonas, Alfredo Villamil
Fajardo. El contingente de la policía y las autoridades fueron obligados
a abandonar Leticia, habiéndose refugiado todos ellos en poblaciones limítrofes
del Brasil.
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El dictador peruano Sánchez Cerro (Foto: Wikipedia). |
Colombia, a la sazón, no estaba preparada para hacerle frente a un
conflicto internacional. Los peruanos ya habían derrotado las tropas
colombianas en el episodio de La Pedrera, en 1911. La situación del Ejército colombiano
era precaria al comienzo de la década del 30. Contaba apenas con 6.200 hombres,
en una época en que la población del país llegaba a 9 millones de habitantes. Contrastaba
con esta situación la superioridad de las Fuerzas Armadas peruanas que estaban
integradas por 17.027 efectivos, distribuidos así: 8.955 hombres del ejército,
1.755 de la marina, 280 de la aviación y 6.037 policías; los peruanos contaban,
además, con submarinos, cañoneros y lanchas; su aviación estaba conformada por
cuatro aviones y seis hidroaviones. Con el comienzo de las hostilidades, los
peruanos adquirieron materiales de guerra del Japón, lo que les permitió tener
un poderío aéreo superior al colombiano.
En 1930, la Quinta Región de Montaña, era una unidad militar que tenía
jurisdicción sobre el Loreto peruano. Estaba integrada por una división al
mando del Coronel Oscar Ordóñez en el puerto Amazónico de Iquitos. Esta
guarnición, en Iquitos, tenía un batallón mixto, un grupo de artillería, un
batallón de ingenieros, un cuerpo de guardia civil compuesto por 400 hombres,
una flotilla de guerra con base en Itaya, compuesta por un comando y los
cañoneros “América”, “Napo”, “Cahuapana”, “Iquitos” y “General Portillo”. Había,
además, una flota aérea compuesta de comando, seis hidroaviones y cuatro
aviones. Entre Iquitos y Leticia existía el puerto de Chimbote con una
guarnición de cuarenta hombres. Además estaban activas otras guarniciones sobre
el río Putumayo, que definía el límite entre ambas naciones.
El Ejército colombiano trasladó al área del conflicto un contingente de 3.700
hombres, 700 de los cuales en el navío “Boyacá”, que se desplazó desde
Barranquilla hasta Belem do Pará al mando del general Efraím Rojas. Los
restantes combatientes siguieron por tierra desde Bogotá, en varios
contingentes que se desplazaron entre 1932 y 1933 hacia el Caquetá y el
Putumayo, quedando al mando del general Amadeo Rodríguez.
Es importante destacar que los gobiernos liberales de Colombia miraban
las Fuerzas Armadas con desconfianza, en virtud principalmente de las simpatías
conservadoras de los oficiales del Ejército. El estudioso Adolfo León Atehortúa
Cruz informa que esa situación se reflejó en la disminución del presupuesto
para el Ministerio de Guerra al comienzo de los años 30.
El gobierno de Olaya Herrera no quería la guerra con el Perú, acordándose de la
derrota sufrida por las tropas colombianas en el episodio de La Pedrera.
Los políticos liberales llegaron hasta el extremo de pensar en negociar la
validez del Tratado Salomón-Lozano, siguiendo en esto las sugerencias hechas
por el gobierno brasileño. Sin embargo, el Ministro Plenipotenciario de
Colombia en Francia, general Alfredo Vásquez Cobo (1869-1941), respetado líder
conservador, logró convencer a Olaya Herrera de que era necesario luchar por la
defensa de la frontera y presentó un plan que consistía en llegar con una flota
naval de guerra por el Rio Amazonas a la zona del conflicto, mientras que las
tropas colombianas avanzaban por tierra, desde las guarniciones instaladas en
el Alto Putumayo y en la región amazónica por el general Amadeo Rodríguez, Jefe
Civil y Militar de la frontera.
Vásquez Cobo fue encargado por el gobierno de la adquisición de los navíos en Europa
y de organizar y dirigir su traslado hasta el Amazonas. Para esta decisión fue
fundamental la mediación de Eduardo Santos (1888-1974), residente a la sazón en
Paris.
Con miras a permitirle al Ejército realizar sus acciones de logística y
de vigilancia en la frontera amazónica, fue concluida la vía
Neiva-Garzón-Florencia y se completó la carretera que unía a Popayán y a Pasto
con el tramo que iba hasta Puerto Asís en el Putumayo. Estas labores fueron
adelantadas bajo la dirección del general Amadeo Rodríguez, Jefe Civil y
Militar del Amazonas. El armamento con que se contaba eran fusiles Mauser,
algunos cañones y pocas ametralladoras. Para elaborar la estrategia de combate
el Ejército colombiano contaba con la asesoría del general chileno Francisco
Javier Díaz (que fue director de la Segunda Misión Chilena ante el Ejército de
Colombia en 1909). Paul Gautier (antiguo miembro de la Misión Suiza de 1926) se
desempeñaba como instructor. Fue renovado el contrato con dos instructores
alemanes que servían en la Escuela Militar de cadetes, los oficiales Hans
Schueler y Hans Berwig. La dirección general de las operaciones, como se
informó, estuvo a cargo del general (retirado) Alfredo Vásquez Cobo. Al
entregarle el mando, el gobierno liberal tuvo dificultades para convencer a los
oficiales de la activa y a las tropas. Pero prevaleció esta decisión que
buscaba no darle mucha visibilidad a un general de la activa (como era el caso
de Amadeo Rodríguez, Jefe Civil y Militar del Amazonas, o de Efraím Rojas,
Comandante del Destacamento Amazonas).
A fines de 1931 el General Amadeo Rodríguez había sido nombrado Jefe de
Fronteras, cargo que asumió en Florencia, Caquetá. Investido de amplias
facultades y más importante, recursos suficientes, llegó para impulsar el
desarrollo de la colonización, fomentar la navegación en los ríos Caquetá,
Putumayo y Amazonas para enlazar las diferentes guarniciones y colonias
agrícolas, establecer comercio entre ellas y abastecer las tropas que guarnecían
las fronteras.
En lo que se refiere a la Marina de Guerra (que era prácticamente inexistente
antes del conflicto colombo-peruano) fueron adquiridos en Francia (con la
intermediación del general Vásquez Cobo, como ya se destacó), el crucero de combate
“Mosquera” y el minador “Córdova”; en Portugal fue contratada con firmas
inglesas la construcción de los destructores “Caldas” y “Antioquia”; en el
Amazonas se compró, en Belem do Pará, el buque inglés “Bogotá”, con la
finalidad de remolcar el navío-hospital “Yamary” (comprado a los brasileños);
por último, el gobierno compró en Estados Unidos el buque “Boyacá”. La flota
fluvial adquirida en el Amazonas se juntó a los cañoneros “Cartagena” y “Santa
Marta”, que operaban en el Alto Putumayo. La Marina de Guerra consolidó su
capacidad de operación con la construcción de la Base Naval de Cartagena, amén
de las bases fluviales del Magdalena y del Putumayo. Por otra parte, las
cañoneras de mar “Pichincha”, “Carabobo” y “Junín” fueron adscritas al
Ministerio de Defensa, pues anteriormente eran administradas por la Pasta de
Hacienda.
La Fuerza Aérea colombiana era pequeña, pues contaba apenas con 16
aviones: tres Fledgling J-2 de entrenamiento, ocho Wild X de observación y
ataque, cuatro Osprey C-14 de entrenamiento y un Falcon 0-1 de combate que
volaban desde la única Base Aérea con que se contaba, la de Madrid, en las
inmediaciones de la capital de la República. Allí estaba ubicada la Escuela
Militar de Aviación. Por el contrario, la aviación peruana estaba mejor dotada
y disponía de muchos más pilotos y aviones que la colombiana. Había Bases
Aéreas organizadas en el nororiente del país, situadas en Puca, Barranca y
Pantoja, sobre el río Napo, en Itaya, cerca de Iquitos y en la misma Leticia poco
después de la ocupación. Los peruanos disponían, además, de dos escuadrones de
entrenamiento, uno de reconocimiento, uno de enlace, uno de transporte, uno
aeronaval y seis de combate; todas estas aeronaves integraban la aviación
militar enemiga con más de dieciocho tipos de aeronaves diferentes.
Mientras las Fuerzas Armadas colombianas esperaban la llegada de los aviones
que habían sido comprados en Estados Unidos y Alemania, viajaron para la zona
del conflicto dos Junkers F-13, dos W-34, dos Ju-52, dos Dornier Wal Do-J y un
Merkur Do-K, que fueron provistos por SCADTA con sus respectivas tripulaciones
de pilotos y mecánicos, en su mayoría de origen alemán. Poco después llegaron
otros Junkers incluyendo tres K-43, dos Dornier de Alemania, 30 Hawk II F-11,
dos Commodore P2Y-1 y 22 Falcon F-8 de Estados Unidos.
Por otra parte, el gobierno nacional tuvo que resolver el problema de la falta
de personal y de Bases Estratégicas. Fueron creadas Bases Auxiliares, la
primera de ellas la de Flandes, seguida por la de Caucayá sobre el río
Putumayo, donde estaba concentrado el grueso de las tropas colombianas; fue
creada otra base a orillas del río Igaraparaná, cerca del actual Puerto Arica;
otra en el río Caquetá, en las inmediaciones del puesto militar de la Tagua y
una en las cercanías de Curiplaya, que recibió el nombre de Puerto Boy, en
homenaje al Coronel alemán Herbert Boy, que se destacó por los relevantes
servicios prestados a Colombia durante el conflicto.
Fueron creadas también otras bases de menor importancia estratégica en Potosí,
a orillas del río Orteguaza, así como las Bases Anfibias del Atlántico en
Cartagena, y del Pacífico cerca de Buenaventura. Esas fueron desactivadas en
1936 y 1949, respectivamente.
Las principales acciones tuvieron lugar entre enero y mayo de 1933 en
Puerto Arturo, Tarapacá, Buenos Aires, Güepí, Puerto Calderón y el río Algodón.
El 29 de enero de 1933, en Puerto Arturo, las fuerzas colombianas conquistaron
territorios en la margen derecha del río Putumayo, en territorio peruano. El 14
de febrero la aviación militar recuperó Tarapacá, situada en la frontera con el
Brasil, que poco antes había caído bajo dominio peruano. También fue recuperado
el puerto fluvial de Buenos Aires, situado en la margen derecha del río Cotuhé,
en operaciones ocurridas el 18 de marzo.
La acción más importante, ocurrida el 26 de marzo de 1933, tuvo como palco la
población de Güepí, que abrigaba una guarnición peruana sobre la orilla derecha
del río Putumayo. La Fuerza Aérea colombiana entró en combate con 11 aviones de
ataque, seis Hawk II F-11, tres Wild X y dos Osprey C-14 de caza y bombardeo. El
enfrentamiento se extendió por ocho horas. La Fuerza Aérea bombardeó
pesadamente las posiciones peruanas, a fin de que las tropas colombianas, por
tierra y por río, las ocuparan definitivamente. Al final de la tarde, el Ejército peruano tuvo
que retirarse dejando abandonados
prisioneros, heridos, muertos, armas y municiones, material de guerra y varios
aviones militares. En Puerto Calderón, sobre la margen izquierda del río
Putumayo, tuvo lugar otro combate. La última refriega ocurrió en el río
Algodón, en donde fue derribado un Douglas 0-38 peruano. El avión fue llevado a
Puerto Boy en enero de 1934, habiendo sido devuelto poco después al gobierno
peruano.
Después de terminado el conflicto el 25 de mayo de 1933, la Fuerza Aérea
colombiana poseía 42 pilotos, 35 mecánicos, 60 modernos aviones, además de la
Base Aérea de Palanquero en Puerto Salgar, Cundinamarca; las Bases Auxiliares
de Tres Esquinas, Puerto Boy, Caucayá, Flandes, Puerto Arica y Potosí y, en
proceso de organización, la Base Aérea de “El Guabito” en Cali, Valle del
Cauca, a donde en septiembre de ese año fue trasladada la Escuela Militar de
Aviación, desde Madrid, Cundinamarca. Las Bases Auxiliares, que se habían
creado durante el conflicto fueron desactivadas y substituidas por la nueva
Base Aérea de Tres Esquinas, Caquetá, actualmente Base Aérea “Ernesto Esguerra
Cubides”, sede del Comando Aéreo de Combate No. 6.
Durante los nueve meses del enfrentamiento armado, la aviación militar
colombiana perdió cuatro pilotos y cuatro mecánicos, tres colombianos y un
alemán en cada caso, en accidentes aéreos pero ninguno en combate. Fueron
derribados por los peruanos cuatro aviones: un Falcon O-1, un Osprey C-14, un
Junkers F-13 y un Hawk II F-11. La Guerra con el Perú fue un conflicto con
pocas bajas. Los muertos no llegaron a 50, entre peruanos y colombianos.
Los acontecimientos sucedidos en Lima a fines de Abril de 1933 precipitaron el
término del conflicto. El día 30 de ese mes fue asesinado Sánchez Cerro en el
Hipódromo Santa Beatriz, por un militante del partido aprista. El primer
mandatario peruano había comparecido a una solemnidad con el fin de pasar en
revista a los 25.000 soldados que partirían para el frente amazónico. Su
sucesor, el general Oscar Benavides (1876-1945), quien había comandado la
derrota que los colombianos sufrieron en La Pedrera en 1911, había sido
desterrado por Sánchez Cerro a Londres, en donde se tornó amigo del embajador
colombiano Alfonso López Pumarejo (1886-1959), Jefe del Partido Liberal.
Benavides se reunió con él 15 días después en Lima y acertó los términos que
marcaron el fin de las hostilidades, dando lugar a la negociación diplomática
que culminó con la firma del Tratado de Rio de Janeiro el 19 de Junio de 1934.
La legación colombiana estuvo integrada por el diplomático Roberto Urdaneta
Arbeláez (1890-1972), el poeta Guillermo Valencia (1873-1943) y el periodista Luis
Cano Villegas (1885-1950).
Perú aceptó entregar Leticia a una comisión de la Sociedad de Naciones, que
permaneció un año estudiando posibles alternativas para una solución definitiva
al conflicto. Trece días después de terminadas las hostilidades, Colombia
entregó al Perú, por su parte, la guarnición de Güepí, además de la entrega de
todos los prisioneros de guerra y del material bélico incautado durante el
conflicto.
3 – La
participación del general Amadeo Rodríguez en el conflicto como Jefe Civil y
Militar del Amazonas.
El general Amadeo Rodríguez fue nombrado Jefe de la Frontera y
Comandante de las Guarniciones en el Amazonas, el 15 de Diciembre de 1931. El
texto del decreto de Ministro de Guerra Carlos Arango Vélez (1897-1974) rezaba
así: “El objeto fundamental de sus actividades ha de ser la tutela de los
derechos de Colombia en las fronteras con las repúblicas del Sur, de
conformidad con los tratados públicos y teniendo en cuenta, en cada ocasión,
las exigencias del honor del país, del Ejército y del Poder Ejecutivo”.
Amadeo Rodríguez, a la sazón coronel, colaboró estrechamente con el Ministro de
Guerra en el diseño y realización de la política de colonización y seguridad
del sur del país, con miras a impedir cualquier tentativa peruana de ocupar
nuevamente los espacios territoriales que pasaron a formar parte del territorio
nacional colombiano después de la firma del Tratado Salomón-Lozano. Punto
central de las preocupaciones del coronel Amadeo era la rápida ocupación de las
dos propiedades que pertenecían aún a ciudadanos peruanos en la región
fronteriza: la Casa Arana, en el Putumayo, y la hacienda La Victoria, cerca de
Leticia. Cuando estalló la guerra, en Septiembre de 1932, el coronel Amadeo
era, en el Ejército, la persona que más conocía acerca de la problemática de la
frontera con el Perú.
A pesar de esto, la recomendación hecha al gobierno central por el nuevo Jefe
Civil y Militar de la frontera, para que fuesen adquiridas por la Nación las
propiedades antes mencionadas, fue interpretada por el Ministro de Relaciones
Exteriores, Roberto Urdaneta Arbeláez, como fruto de la búsqueda de ventajas
personales por parte del coronel Rodríguez, quien a fines de ese año fue
ascendido al grado de general, antes de su viaje a Bogotá. La falsa denuncia
del canciller causó malestar en el Ejército. Con el ascenso, las autoridades le
quitaban credibilidad a Urdaneta Arbeláez.
La prensa de Bogotá destacaba el alto espíritu que animaba tanto al Jefe
Civil y Militar como a las tropas que comenzaban a ocupar la región amazónica.
En extensa materia sobre el particular, el corresponsal del diario El
Tiempo, Roberto García Peña
(que sería, años después, director de este matutino), se refirió desde Cali, a
comienzos de Diciembre de 1932, a los meses de labores en la región amazónica del
recientemente ascendido a general, Amadeo Rodríguez, informando que éste había
sido convocado para participar en el curso de información del Estado Mayor
General, que sería dictado por el general chileno Francisco J. Díaz, asesor del
Ejército. Se llamaba la atención, en la citada
materia, para la reserva impuesta por las autoridades con motivo de la llegada
del Jefe Civil y Militar del Amazonas, con el fin de evitar manifestaciones
populares:
“En el tren de las cinco y media de la tarde llegaron a la ciudad el
general Amadeo Rodríguez, Jefe Civil y Militar de la Frontera Sur, Carlos
Largacha Manrique, asesor jurídico de la Jefatura; el teniente Miceno Martínez,
ayudante don José Anaya, ingeniero, don Pedro Julio Añez secretario y don
Gustavo Piqueros, técnico de telégrafos. Hasta la estación salieron a encontrar
a los distinguidos viajeros el Gobernador doctor Ossa, el Secretario de
Hacienda doctor Adán Uribe, el Alcalde de la ciudad don Mario Zamorano, el
suscrito corresponsal y los oficiales del comando de la brigada (…). Dice el
general Rodríguez que el estado de las tropas en la frontera es admirable y que
en todas las guarniciones reina fervoroso entusiasmo; que gracias a la
disciplina irrestricta y al cariño que los soldados tienen al general, se han
podido controlar, evitando así prematuras actuaciones, pues su mayor deseo es
el de actuar cuanto antes sea posible (…). Exalta también la cooperación
valiosísima de los aviadores alemanes, especialmente el mayor Boy, elogiando igualmente
a los pilotos colombianos. El general me manifiesta que hasta ahora ha habido
solamente dos muertos, por accidentes de natación. Uno de ellos fue un indio
coreguaje, perteneciente a la compañía del subteniente César Abadía que se
ahogó en el Caquetá. Abadía al tener conocimiento del suceso, se entregó toda
la noche a la búsqueda del cadáver, el cual halló largo rato después. Entonces
el subteniente, impresionadísimo, abrazó el cuerpo del soldado muerto. En este
instante, el padre del indio que se hallaba cerca, se le acercó y le dijo: No se preocupe, subteniente. Yo tengo siete
hijos más que están a sus órdenes. Yo mismo me ofrezco para entrar en reemplazo
de mi hijo muerto. El general Rodríguez ordenó insertar este bellísimo
gesto en el orden del día, exaltando la nobilísima actitud de Abadía y el
ofrecimiento del indio”.
Continuaba así su materia el periodista García Peña: “Agrega el general
que los indios prestan valiosísimos servicios, especialmente en los transportes
y en las trochas, siendo amigos abnegados de los oficiales de todas las
guarniciones, y siendo también especialmente útiles en la guarnición que está a
cargo del teniente Ayerbe. Cuenta también el general la estupenda camaradería
que reina entre las tropas. Los bogotanos han constituido la alegría de las
guarniciones, formando murgas y haciendo gracejos en las noches de descanso,
con lo cual todos los soldados se divierten enormemente (…). Hablando con el general
sobre el embrujo de la selva, me dice que el encantamiento de que habla Rivera
en La
Vorágine consiste en el anhelo de no salir nunca de ella por la
atracción extraordinaria que ejerce sobre el individuo, lo cual demuestra la
amabilidad de la vida en esas regiones. El general me manifiesta su absoluta
confianza en él y en sus tropas que sabrán corresponder al fervoroso anhelo
nacional de la defensa del honor de la Patria. Así mismo pondera el magnífico
estado de los cuatro cañoneros y las insuperables condiciones del vapor Nariño
(…). El general Rodríguez seguirá mañana en unión de sus compañeros rumbo a
Bogotá, pues se propone asistir al curso de información del Estado Mayor
General, que dictará el general Díaz. Su llegada estuvo rodeada de gran
reserva, para evitar las manifestaciones públicas que el pueblo hubiera hecho
al Jefe Civil y Militar de la frontera
amenazada".
El general Amadeo Rodríguez destacaba la unidad que reinaba en las
tropas colombianas acantonadas en el sur. Al respecto, declaraba al diario El
Tiempo el 10 de Diciembre de 1932: “(…) En todas partes hay fe absoluta
en la acción militar del gobierno nacional, y debo también decirlo, tienen fe
en el que les habla, porque así me lo han manifestado no sólo los soldados sino
también los trabajadores, los ingenieros y los médicos de las comisiones
sanitarias. Todos ellos han visto en mí no a un superior sino al compañero que
les sirve de estímulo en los trabajos y en la lucha y que parte con ellos el
pan y la labor diaria”.
Contrastan estas declaraciones acerca de la situación positiva de las tropas
colombianas y del personal civil de apoyo, con lo que el general Amadeo
escribía, años después, en su libro Caminos de guerra y conspiración,
acerca de la precaria situación en que fueron encontradas las tropas peruanas:
“La situación de las guarniciones peruanas, su número, condiciones de
alojamiento, salud y materiales bélicos (…) eran asilos de miseria, sobre todo
las de Güepí”.
Las tropas acantonadas en la región amazónica bajo las órdenes del
general Rodríguez sólo esperaban la orden de atacar y estaban en excelentes
condiciones de preparación física y moral, lo que revela la gran capacidad de
organización y de liderazgo del Jefe Civil y Militar del Amazonas. He aquí un
testimonio periodístico de gran valor, por cuanto su autor tomó parte en las
actividades militares de la frontera; se trataba de un joven radiotelegrafista,
natural de Ocaña, que estuvo en el sur desde 1931: “(…) El día 6 de Septiembre
(de 1932), al llegar a Puerto Umbría, recibimos orden del jefe de la frontera,
general Amadeo Rodríguez, para que regresáramos inmediatamente a Puerto Asís,
en donde trabajé hasta el 27 de Septiembre a órdenes de la Jefatura de
Fronteras. Después fui nombrado por el ministerio, jefe de la oficina de
Caucayá, en donde trabajé hasta el primero de este mes. Nuestras tropas se
mantienen en una situación admirable, física y moralmente. La única
preocupación de nuestros soldados es el pensamiento de que el día del combate
no está próximo. El coronel Rico, jefe del destacamento, se preocupa más por
sus soldados que por él mismo (…)”.
El general Rodríguez permaneció en Bogotá durante los meses de Diciembre
de 1932 y Enero de 1933. El 30 de Diciembre, el periódico El Tiempo daba la
siguiente noticia: “Un diario de la tarde informó ayer que el general Amadeo
Rodríguez partiría en breve para la frontera sur a encargarse de nuevo del
comando de las tropas acantonadas en el Caquetá y en el Putumayo. Uno de
nuestros redactores habló anoche muy brevemente con el general Rodríguez,
quien, con su acostumbrada gentileza, nos manifestó que él había sido el
primero en sorprenderse al leer la noticia de su próximo viaje para la frontera.
Agregó el general Rodríguez que hasta el momento el gobierno no le había
comunicado nada en relación con su regreso al sur del país”.
Noticia semejante acerca de la indefinición oficial frente a la partida del
general Rodríguez era transmitida por el mismo diario al comienzo de Enero de
1932. La nota decía: “El general Rodríguez, quien regresará al sur, no sabe
todavía la fecha en que deba partir, pues hasta el momento no ha recibido
órdenes del gobierno (…)”.
Por otra parte, era noticiado el 6 de Enero que la tropa colombiana que
integraba las fuerzas de tierra ascendía a tres mil hombres.
Aún en relación con la partida del general Rodríguez a la frontera sur, El
Tiempo informaba lo siguiente el 12 de Enero de 1933: “(…) Igualmente
se nos informa que han sido llamados al servicio para destinarlos al sur,
varios de los agentes de policía que pertenecían a las reservas del Ejército y
que habían ingresado a ese cuerpo desde años anteriores. Los oficiales del
Ejército han recibido órdenes de mantenerse listos para marchar al lugar a que
los destine el gobierno. Entre ellos está el general Amadeo Rodríguez y su
ayudante el teniente Martínez”.
Se informaba también que Eduardo Santos había publicado en París recientemente una
obra sobre los sucesos que condujeron al conflicto colombo-peruano.
Algunos días después la prensa destacaba el lanzamiento de otra obra sobre el
mismo tema, de autoría de Luis Arana Murcia.
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Tropas colombianas bombardean posiciones peruanas en la batalla de Güepí (Foto: Wikipedia). |
El 17 de Febrero de 1932 el diario El Tiempo daba la noticia del retiro
del general Rodríguez en los siguientes términos: “El retiro del general
Rodríguez. Se nos informa que entre los oficiales que iban a ser destinados al
sur estaba el general Amadeo Rodríguez, uno de los altos oficiales del Ejército
que conoce más minuciosamente toda la región amazónica, pero que a última hora
el general Rodríguez pidió su retiro del Ejército por causas que desconocemos.
Ignoramos también si el ministro de Guerra ha considerado la nota del general
Rodríguez, quien estuvo durante algún tiempo listo a recibir órdenes del
gobierno para marcharse al sitio que se le destinara”.
El general Rodríguez renunció a su cargo en virtud de la dilación intencional
del gobierno central para enviarlo a la zona del conflicto. No se resignaba el
Jefe Militar de la Frontera a ser retirado de su cargo, justamente cuando el
conflicto llegaba a su auge. Todo su trabajo en la frontera sur iría por agua
abajo por una decisión tacaña de burócratas y de políticos de partido, sin que
mediase ninguna consideración de patriotismo. Eran evidentes las intenciones de
los liberales en el poder para impedir que el general se luciese en el campo de
batalla. Pensaban únicamente en las elecciones del año siguiente. Un general
conservador laureado en combate, fuera él Vásquez Cobo o Amadeo Rodríguez,
constituiría un peligro para el éxito electoral del candidato liberal (que
sería el embajador de Colombia en Londres, Alfonso López Pumarejo).
La decisión para la extinción de la Jefatura de la Frontera Sur fue
tomada el 4 de Marzo de 1933, poco después de la renuncia del general
Rodríguez, en reunión del Alto Comando realizada con el presidente de la
República y con el general Vásquez Cobo en la localidad de La Capilla
(Cundinamarca). Al respecto, esta era la noticia dada por El Tiempo: “(…) También
han conferenciado con el general Vásquez Cobo los ministros de Gobierno y
Guerra y el Estado Mayor. El general se niega a hacer declaraciones. (…) A las
dos y media de la tarde de ayer (4 de Marzo) el general Vásquez Cobo celebró
una conferencia con el Presidente de la República, y a la cual asistieron el
ministro de Guerra, el general Francisco de J. Díaz, asesor técnico militar, el
general Uribe, jefe del Estado Mayor, el general Aníbal Angel, secretario del
ministerio de Guerra y los generales Dousdebés, Balcázar y Rodríguez. Parece
que en esta conferencia el general Vásquez Cobo informó sobre el estado actual
de las tropas en el sur, sobre sus actuales necesidades y formuló observaciones
sobre varios aspectos del asunto (…)”. Algunos días más tarde, el periódico El
Tiempo completaba la noticia acerca de las decisiones tomadas en La
Capilla: “(…) Las fuerzas del Alto Putumayo están bajo la jefatura de cada uno
de los comandantes de las respectivas guarniciones y obran de acuerdo con
instrucciones enviadas por el alto comando de Bogotá, ya que de acuerdo con
decreto expedido hace días se suprimió la jefatura civil y militar que antes
había en aquella región (…)”.
El 15 de Diciembre de 1933, el general Amadeo Rodríguez fue retirado del
Ejército por haberle ofrecido sus servicios militares al Paraguay, entonces en
guerra contra Bolivia por la región del Chaco. Qué llevó al general a esta
actitud radical? Sin duda alguna que la razón residió, además de la dilación de
su envío al Sur para tomar parte en los combates, en el hecho de que el
gobierno extinguió la Jefatura Civil y Militar del Amazonas, en un momento en
que todo estaba preparado para iniciar las operaciones militares por tierra,
con la perspectiva de un apabullante triunfo de las tropas colombianas. Se
trató, ciertamente, de una injusta medida para con el general Rodríguez, que
había dado pruebas de gran capacidad de organización y de liderazgo entre sus
comandados. Lo cierto es que a los políticos liberales no les interesaba que un
general de tendencia conservadora se destacara en la línea de batalla. Ya era
suficiente la jefatura de las fuerzas colombianas en manos de otro conservador,
el general Vásquez Cobo, antiguo jefe militar que se destacó por su triunfo en
la Guerra de los Mil días (que terminó en 1903) y por haber sido, además de canciller,
ministro de guerra. El propio Vásquez Cobo, poco tiempo después, sería
substituido en el cargo de jefe de las tropas colombianas en el conflicto
amazónico por el Ministro de Guerra, Carlos Uribe Gaviria (1892-1982) un
burócrata liberal y ex militar de baja patente, para regresar a sus antiguas
funciones de Ministro Plenipotenciario de Colombia en París.
Conclusión.
Hubo, en el conflicto colombo-peruano, un manejo político-partidista de
la estrategia. Los generales conservadores, al mando de Vásquez Cobo, querían
definir por las armas el atentado contra la soberanía nacional perpetrado por
los peruanos. Ya vimos cómo fue de Vásquez Cobo la definición de las líneas
maestras de la estrategia militar colombiana. Los liberales en el poder y ante
la perspectiva de nuevas elecciones presidenciales en 1934, no querían correr
el riesgo de ver ascender la figura de un líder de la oposición; ese líder
seria, sin duda alguna, el general Vásquez Cobo, quien consiguió aunar las
mentes y las voluntades del país en torno a la misión de defender los intereses
colombianos en el campo de batalla. No solamente eso: los generales
conservadores aprovecharon la inminencia del conflicto para darle estructura al
Ejército y a las Fuerzas Armadas, como se ha visto en las páginas anteriores. A
esa estrategia se sumó, ciertamente, la labor desempeñada por el general Amadeo
Rodríguez, Jefe Civil y Militar del Amazonas, con la ocupación de la frontera,
lo que les permitió a las tropas el apoyo logístico necesario para los combates
que se libraron a partir de Septiembre de 1932. Pero los liberales, comandados
desde Londres por Alfonso López Pumarejo, prefirieron la estrategia
diplomática.
Vale aquí la apreciación del estudioso Atehortúa Cruz: “La historia de
un Ejército sin experiencia concreta en la defensa de la soberanía nacional,
era parte de la historia de un Estado que a través del tiempo no había tenido
nunca una política orgánica de fronteras. Por esa razón fue tan importante,
tanto para el gobierno como para las Fuerzas Armadas, esta experiencia
internacional del conflicto colombo-peruano. Sólo que, en las decisiones
concretas, las aspiraciones políticas de los civiles y de los partidos no
supieron ni pudieron ocultarse. En Colombia, pudo demostrarse, todo pasaba por
la política partidista”.
Referencias
Bibliográficas
Libros