Alfonso y su familia, en Medellín. Album de familia, 2015. |
Alfonso y Ricardo en Bogotá, Iglesia de Lourdes, julio de 2017. (Álbum de familia), |
Recuerdo
aún el terror de las noches al comienzo de la guerra civil, después del asesinato
del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, ocurrida el 9 de abril de 1948, cuando
yo tenía 4 años de edad, (iría a completar los 5 solamente en noviembre). El
cuarto que yo compartía con mi hermano Alberto, en esos días violentos, quedaba
al frente de la calle. Me acuerdo de mi papá empuñando la carabina Winchester y
empujando el viejo armario de madera, colocándolo frente a la ventana, para
bloquear, con él, la entrada de las
balas y los reflejos rojos, provocados por el incendio del Colegio Mayor de
Nuestra Señora del Rosario, en la Quinta Mutis, situada frente a nuestra residencia.
Mi viejo pasó la noche postado en una ventana entreabierta del cuarto vecino,
que servía de oratorio, para disparar contra los milicianos que tentaban arrojar trapos empapados
en gasolina contra las ventanas de madera, con la finalidad de provocar un incendio.
A partir de esa noche de valiente vigilancia, mi papá comenzó con una ciática
que lo atormentó por el resto de la vida. Me acuerdo del pavor que sentí con el
incendio y el tiroteo en la calle. Recuerdo a mis hermanos Alberto, María
Victoria, Alfonso (aún de brazos) y yo,
refugiados con mamá debajo de la cama, para protegernos de las balas
perdidas. Me acuerdo de ella rezando esa vieja oración que comenzaba así:
“Señor Dios, Rey omnipotente, en vuestras manos están puestas todas las cosas,
si quereis salvar a vuestro Pueblo nada podrá oponerse a vuestra voluntad...”.
Nuestra casa era considerada un blanco por los revolucionarios “gaitanistas”, porque
mi mamá era hija del general Amadeo Rodríguez, uno de los principales líderes
conservadores. Nuestra residencia era vecina de la que fué casa de mi abuelo y
estaba separada de ésta apenas por un lote.
Para
huír de la guerra, nos fuimos a vivir a la casa de la vieja hacienda “El
Carmen”, situada a pocos kilómetros del pueblo de La Calera, al oriente de
Bogotá, que mi abuelo Amadeo había heredado de sus padres. Allí, en el viejo
caserón español de quince cuartos, que databa de la segunda mitad del siglo XIX,
nos refugiamos después de la sangrienta semana que siguió al asesinato de
Gaitán, y que se conoció como “El Bogotazo”. Vivimos, mis hermanos y yo, días
de plena libertad en el campo. Corríamos como cabritos sueltos por las verdes
praderas que circundaban la enorme casa.
Observo
hoy, al ver las fotografias de la época, dos escenas: cuando llegamos y algunos
meses después. En las primeras, aparecemos tomados de la mano, con sombreritos
bien colocados, vestidos deportivamente como galanes de telenovela que posan
para sus fans. En las segundas, aparecemos con el rostro quemado por los aires
andinos y por el sol de las lindas mañanas pasadas al aire libre en los
trigales y los montes, con aire de chinitos montañeros y traviesos.
“El
Carmen” fué nuestro refugio para la violência que se vivía en Bogotá. Allí
conocimos otra dimensión de la vida, con las vacas lecheras del rebaño que mi papá
tenía, con el establo, con las instalaciones para la refrigeración de la leche,
con la quesera, en donde los trabajadores preparaban los quesos y las
mantequillas, con el mercadito dominical en la plaza de La Calera, después de
la misa, con mi pavor por los voladores domingueros que producían, para mí, un
ruido ensordecedor. Me acuerdo de las noches de fiesta de Navidad y Año Nuevo,
yo refugiado, debajo de la cama, para protegerme del ruido de los voladores,
con la compañía fiel y temblorosa del perrito negro “Temerón”, miedoso como
yo...
Los cuatro hermanos: Ricardo, Alfonso, Marisa y Gabriel. Bogotá, julio de 2017. |
En la cena oferecida en julio de 2017 por el primo Joaquín, en su apartamento situado en el bello barrio residencial de Rosales, al nordeste de Bogotá, al borde de los cerros, estuvimos presentes los cuatro hermanos aún vivos: Marisa, Alfonso, Gabriel y yo. Fué una cena maravillosa en la que pudimos recordar viejos tiempos de cuando vivíamos en Medellín, en los años 60 del siglo passado, o de cuando vivíamos en la hacienda “El Carmen”, al final de los años 40. Gabriel aún no había nacido, pues, siendo el más joven, su fecha de nacimiento es 21 de noviembre de 1953. Revivimos, también, los años que pasamos en nuestra casa de Muequetá, en Bogotá.
Fué
maravilloso encontrar a mis hermanos. Este, certamente, constituyó el principal
motivo que me llevó a programar la ida a Colombia. Doy gracias a Dios por haber
logrado encontrarlos y convivir con ellos, a pesar de que fueron pocos días. Es
curioso cómo, cuando nos encontramos después de tantos años, parece que la
última vez fué el día de ayer. Es una vivencia emocional que nos enriquece y
que se yergue sobre el fluir del tiempo.
Después
de ese encuentro con los hermanos, enriquecido por la convivencia con Joaquín y
los otros primos, salí renovado. Fué como si hubiera cargado las pilas del
corazón! Mi amigo Thiago, sicólogo em Londrina, me decía que le encantaba verme
tan animado, después del viaje a Colombia. Sólo me hizo falta la compañía de mi
hijito Pedro y de mi querida Paula. La compañía de mi hija Victoria fué muy
gratificante y ella también le sacó mucho jugo al viaje, al haber encontrado a
sus primos y tíos.
Me
alegro de ver a todos los hermanos realizados en las escogencias profesionales que
hicieron. Alfonso, quien se graduó em Filosofía, como yo, pero que se encaminó
por el área del Desarrollo Organizacional en sus estudios de postgrado,
especialidad que ejerció en sus asesorías en la Universidad EAFIT, de Medellín.
Marisa, abogada por vocación, quien trabajó muy duro para organizar su
clientela cuando aún era professional del Derecho en Cali, antes de irse para
los Estados Unidos en los años 2.000 y que, en el Canadá, revalidó su título de
abogada para trabajar en Derecho Inmobiliario, que pero que le saca jugo,
especialmente, a su creatividad artística, realizando trabajos de artesanato
fino. Gabriel, quien escogió el área de la Ingeniería Electrónica, habiéndose
graduado en la Universidad de Antioquia y quien, cuando era un joven
profesional, dió pruebas de gran capacidad para la producción de aparatos de
precisión en el área de la biomedicina. Desempaña actualmente, con éxito, su
profesión como ingeniero, en el Canadá.
Admiro
a mis queridos hermanos y me siento feliz por sus realizaciones familiares.
Alfonso, con sus cuatro lindos hijos y abuelo de varios nietecitos. Marisa, con
sus dos hijas maravillosas, Lina y Anita, cada una con sus proyectos muy bien
definidos: Lina, en el Canadá, en una gran empresa de produtos químicos y
Anita, en el sur de Francia, como productora de vinos en ese pequeno paraíso
que es Quarante, el pueblo medieval fundado por Carlomagno más o menos en el
año 800. Gabriel, con sus hijos ya profesionales: Ricardo, ingeniero espacial,
que trabaja en una seccional de la empresa Bombardier, en México, y Esteban,
administrador, que trabaja en la Universidad de Toronto. Me encantó encontrar,
junto con Alfonso y Gabriel, a sus esposas, Eugenia y Beatriz. Recuerdo a los
lindos nietecitos de Gabriel y Beatriz, hijos de Juliana, la hija mayor, que
vive en Estados Unidos. Me alegró volver a ver a Alejandro, el marido de
Marisa, ingeniero con muchos éxitos en el Canadá. Todos ellos, maridos y
mujeres, aún con apariencia joven, a pesar de la edad que no podemos negar.
Regreso
en el tiempo para recordar a los hermanos que ya partieron: Ricardito, mi
tocayo, falecido em 1942, un año antes de que yo naciera; María Victoria,
muerta prematuramente em 1982, con 37 años. Alberto el hermano mayor, fallecido
en 2004, con 64 años y Alfonso, que murió recientemente en Medellín, el día 28
de diciembre de 2019, con 72 años.
La
Medellín de los años 60 y 70 fué la ciudad de mi bohemia tardía. Viví las
aventuras juveniles en compañía de mi querido hermano Alfonso, cuatro años más
joven que yo, y del primo Joaquín, dos años más joven, que vivió con nosotros a
lo largo de esos años, pues adelantaba el curso de piloto en la empresa SAM
(Sociedad Aeronáutica de Medellín), para pilotar los famosos Electras,
aquellos turbohélices cuatrimotores para 98 pasajeros y tres tripulantes que
tenían, en la parte de atrás, uma holliwoodiana sala para fumadores. Eran los
famosos Lockeheed L-188. Joaquín se integró a nuestras aventuras
bohemio-académicas.
Alfonso
había salido del Instituto Tihamer Toth algunos años después de mí y, como era
graduado em Filosofía, trató de conseguir clases en la Universidad. Tardó en
realizar su sueño académico y comenzó la vida professional como vendedor, tal
vez influído por mi experiencia en la Editora Aguilar.
Entre
mis hermanos, Alfonso tocaba guitarra y Gabriel aún practica esa habilidad
artística. María Victoria fué pianista profesional y concertista. Alberto tenía
talento para el piano; habiendo comenzado clases en la Academia de Luisa
Maniguetti, las abandonó por presión de mi papá, que argumentaba que si se
dedicara al piano se volvería marica. La verdad era que don Alfonso había
escogido las profesiones para los hijos mayores. Alberto, como cabeza de
família, seria su sucessor al frente de los negocios. Yo iría para el seminario,
pues debería haber un hijo cura. Como el escogido para la profesión religiosa
había muerto poco después de su nacimiento, yo, que le seguía, recibí esa
responsabilidad, además del nombre: Ricardo. La compulsión vocacional de mi
papá desapareció con los hijos menores: Alfonso, Marisa y Gabriel fueron dejados
en paz.
Casas del abuelo Amadeo en Bogotá\; Arriba, en el Barrio La Candelaria; abajo: en Chapinero (Fotos: álbum de familia), |
Marisa
dió un bello testimonio de la complicidad de la infancia que vivió con Alfonso.
Ambos se volvían gamines que hacían de las suyas constantemente. Hace poco, con
motivo de la enfermedad que consumió la vida de mi querido hermano, Marisa
escribió en un post de Whatzapp dirigido a él: “Mi querido Poncho: hoy hablé con
Ricardo, quien me contó que acababa de hablar contigo. Yo no quiero molestarte,
pues sé que te da trabajo hablar. Te quiero desear ausencia de dolor y de molestias.
Sé que estás muy sereno, cosa ésta que te ayuda mucho en esta difícil
situación. Afortunadamente, estás en casa, rodeado de toda tu família. Lo único
que quisiera es estar cerca de tí, para poder hablar de todo. De cómo, gracias
a tí, tuve uma infancia muy, muy feliz. Hiciste que mi adolescência, a pesar de
haberte tenido lejos unos años, fuera alegre como tú. Cómo fuiste de solidario
conmigo, al ayudarme a pintar la casa para mi matrimonio. Igual de solidario en
la época, cuando salíamos a gastarnos la plata de mi ajuar en onces deliciosas
y películas maravillosas. Gracias a tí tuve la gran oportunidad de disfrutar la
vida, ya que en tu compañía, nos íbamos a conquistar montañas y a que nos
atacaran los chivos en nuestras largas caminatas. A escribir teatro del absurdo
donde nos burlábamos de papi y mami, de sus vidas y desfortunas. Mi gran
diversión fué tu complicidad con mis Pilatunas, cómo inventábamos canciones
remedando las que papi cantaba, pero con letras nuestras donde intercalábamos una
que outra palabrota prohibida. Cómo jugábamos a los vaqueiros malos del oeste.
Tú me salvaste de que me trataram como a uma niña, lo cual contribuyó a mi
felicidad de entonces y de ahora, ya que siempre he sido más cercana a um gamín
que a uma niña, gracias a tu cercania. Parte de esta historia la he vivido con
mis hijas, a las cuales las salvé de ser
tratadas como niñas y han podido pensar y ser ellas mismas, pues como les conté muchas veces, contigo tuve la
posibilidad de tener un amigo cercano que me aceptó incondicionalmente. Has
dejado em mí maravillosos momentos de alegría, risas, aceptación y amor. Te
quiero infinitamente, mi querido hermano, compañero de andanzas infantiles y
juveniles. Gracias por ser quien eres”.
Victoria,
nuestra mamá, trató de vivir con cada uno de nosotros, después de la muerte de
mi hermana María Victoria, en 1982, quien pasó a vivir con ella desde la muerte
de mi padre, em 1977, en Medellín. La cosa no funcionó ni con Alberto, ni con
Gabriel, ni con Marisa, ni con Alfonso, ni conmigo. Ella, con mano diplomática,
pero con aquella voluntad de hierro entre bambalinas, trataba de organizar la
vida a su manera. Y a las nueras, o a la hija, logicamente, no les gustaba esa
política. Hasta que, haciéndole frente a la verdad, mi viejita decidió, con coraje,
cuando aún vivía con Marisa en Cali, en los años 90, irse para Medellín, al Hogar
Vizcaya, en el Poblado, a una casa para personas de edad administrada por
monjas. Ella misma negoció con ellas, hizo la inscripción, fué aceptada y, un
bello día, con la maleta en la mano, le comunicó a Marisa su decisión, tomada
sin dramatismo y sin reproches. “Mijita, decidí que voy a vivir sola, en
Medellín, en el Hogar Vizcaya. Ya todo está negociado. Puedes visitarme, cuando
quieras”.
Los cinco hermanos Rodríguez Téllez (Foto: álbum de familia, cedida por Clara Eugenia Mosquera). |
En
el restringido mercado antioqueño de entonces, al salir del Instituto Tihamer
Toth, Alfonso solamente consiguió lugar en una compañía de seguros, en el
sector de venta de tumbas y servicios fúnebres. Era muy divertido escuchar a mi
hermano contando sus aventuras de vendedor de produtos macabros. Él tenía, con
certeza, más aptitudes que yo para las ventas: le gustaba conversar con todo el
mundo, las personas lo consideraban simpático y les parecia divertida su forma
de contar las cosas, sin problemas para enfrentar ambientes desconocidos. Alfonso tenía, en
fin, el feeling del buen vendedor. Un final de tarde, en el barrio de
Belén, cerca a la Universidad de Medellín, llegó a una casa ofreciendo sus
servicios fúnebres y, al contrario de lo que se imaginaba (pues las personas
daban por terminada la conversación cuando oían hablar de tumbas y entierros),
el dueño de la casa, un padre de familia con una prole inquieta y numerosa, lo
hizo entrar y sentarse a la mesa, pues la família iba a comer.
El
patriarca hizo el siguiente discurso: “Mis hijos, vean a este muchacho que
podría estar, a esta hora, bebiendo aguardente en el bar de la esquina o
vagando por ahí, sin hacer nada. Tiene casi la edad de ustedes. Y vean lo que
hace: trabaja en un empleo difícil, pues tumbas o servicios fúnebres nadie
quiere comprar con esta vida tan cara. Pero él no se da por vencido.
Felicitaciones, mi joven vendedor. Usted es un ejemplo de disciplina y
dedicación para esta manada de vagos que no quieren hacer nada en la vida”. Con
este discurso animador, Alfonso salió sin que el patriarca diera muestras de
querer comprar tumbas o servicios fúnebres...
La
poca suerte de Alfonso en la venta de tumbas no lo hizo desanimarse. Dueño de un
temperamento alegre y divertido, mi querido Poncho no le daba importancia a las
desgracias del mercado. Por el contrario, hacía de esos pequeños fracasos,
motivo de chiste. Muy sociable y un comunicador nato, el querido hermano
encontró su “nicho de mercado”. Mi amigo René Uribe Ferrer, que había sido
decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Bolivariana y a
quien conocí en esa posición, fué nombrado, por el gobernador del Departamento
de Antioquia, como Secretario de Educación. Me llamó para colaborar con él,
como rector de un gran gimnasio departamental situado en Sabaneta, un municipio
perteneciente al área metropolitana de Medellín. Yo estaba organizado en el
cargo de profesor de la Universidad Bolivariana y no queria cambiar de trabajo
por una función de administración escolar, perspectiva que consideraba poco
interessante para mí, pues carecía de experiencia en ese ramo y prefería dar
clases. Conversé entonces con Alfonso, ponderando que, por su modo de ser y por
el hecho de ya estar trabajando en el importante colegio Mary Mount, para
niñas, en funciones docentes y administrativas, tal vez tuviera éxito dirigiendo
un establecimiento de enseñanza oficial de gran porte. Al fin y al cabo, él
sabía muy bien lidiar con las personas. Alfonso aceptó la oferta y fué
nombrado, entonces, rector del Gimnasio Departamental de Sabaneta. Su trabajo
al frente de ese establecimiento fué um completo éxito, según me manifestó,
algún tiempo después, el próprio Secretario de Educación departamental.
Alfonso
se encaminó, después, por los estudios del desarrollo organizacional, habiendo
cursado, con brillo académico, la maestria en la Universidad de Siracusa, en
Champagne, Urbana, Estados Unidos. Poco antes de viajar, había recibido
invitación de la Universidad EAFIT, para
dar clases de Humanidades en la Facultad de Administración de Empresas,
justamente en la misma Institución en que yo, en 68, había iniciado mi carrera
docente. Enseñé Humanidades en EAFIT hasta el final de 1970, justamente en la
época en que Alfonso se vinculó a esa Universidad.
Los tres tenores (Medellín, 2003). (Foto: álbum de familia). |
Según
me decía Alfonso cuando conversábamos sobre los rumbos de la docencia de la
Filosofía en uma Facultad de Administración, solamente tendría sentido hablar
de Humanidades, si se partiera para uma humanización de las relaciones
interpersonales en el terreno de la gestión, haciendo que los conceptos
filosóficos fueran siendo assimilados en el plano concreto de la vida y de la
tomada de decisiones. Alfonso consideraba que el cultivo de las Artes y de la
Filosofía deberían ir juntos con la Ciencia de la Administración de Empresas,
anticipando un concepto nuevo de gestión integral, que terminó siendo
implantado en esa Universidad, cuando fué creada, en décadas posteriores, la
Orquesta Sinfónica de EAFIT, no como un cuerpo extraño a la enseñanza de la
Administración, sino como una privilegiada ventana para aprehender,
vivencialmente, los nexos entre valores artísticos y funcionamiento de la
inteligencia emocional, en las relaciones empresariales. Alfonso estaba muy
adelantado, para su época, en la comprensión del papel de las Humanidades y de
la Filosofía para la formación empresarial!
Sentí
profundamente el fallecimiento de mi querido Alfonso (Poncho), después de que un
fulminante cáncer terminal lo acometió, a lo largo del segundo semestre de
2019. Enfrentó las largas temporadas de hospital y sus últimos días con espírito
cristiano y gran coraje, nunca perdiendo su buen humor y aquella “politesse du
coeur” que siempre lo caracterizó. Me queda el recuerdo del hermano jovial,
siempre optimista y dispuesto a extraer de la vida lo que hubiera de bueno, sin
detenerse en las minucias del día a día. Poco antes de falecer, en la última
charla que tuve con él por el Whatzapp, la noche de Navidad, me dijo, con la
voz debilitada por la enfermedad, pero con la tranquilidad de siempre:
“Hermano, parece que de esta aventura no salgo vivo. El cáncer se extendió a
todo el organismo. Bueno, hermano, que se haga la voluntad de Dios. En sus
manos estamos. Estoy tranquilo”. Recuerdo a mi papá cuando me recomendaba
imitar el “bello temperamento” de Alfonso, a fin de superar los malos recuerdos
de mis años de seminario. Su lección de vida y de coraje quedará, para siempre,
en mi alma.
Alfonso
tenía una especial capacidad para le gestión académica de nivel superior,
habiendo dejado pruebas de esto en la magnífica obra de docencia y de
consultoria en el área empresarial, por él desempeñada durante más de treinta años,
en la Universidad EAFIT, de Medellín, una de las más sobresalientes en Colombia
y en la América Latina. Da testimonio de esta realización la nota de pesar con
motivo de su fallecimiento, emitida por las autoridades, directivas y la
comunidad académica de la mencionada Universidad, en los siguientes términos:
“Alfonso Vélez Rodríguez, un maestro, consejero, estratega, negociador y un ser
humano con cualidades excepcionales, quien con un espíritu siempre alegre y
positivo, realizó importantes contribuciones para la transformación de la
Institución y sus áreas misionales de docencia, investigación y proyección
social”. La nota fué firmada por los integrantes del Consejo Superior de la
Universidad EAFIT, juntamente con el Rector, los diretores, los profesores, los
funcionarios administrativos y los estudiantes, que expresaron su pesar por el
fallecimiento de quien fué Director de la Escuela de Administración, profesor y
asesor de innovación. Asistí emocionado a la bella presentación de slides con
que la Universidad rindió homenaje a mi querido hermano y a su familia, el día
15 de enero de 2020. Fué reconocida, allí, su bella inspiración humanística, con
la que supo renovar la enseñanza de la Administración y la práctica del
emprendedorismo en la Universidad EAFIT.
Aún
recuerdo, emocionado, las palavras de su esposa Eugenia, en post encaminhado a
mí (em 4 de enero), poco después del fallecimiento de Alfonso: “ Su vacío es
enorme. Qué difícil es este paso. Pareciera que nos sale al encuentro, en cada
detalle, y en cada hijo encuentro un pedacito de él. También hay tantas cosas
lindas que nos dejó y nos enseñó, que quisiera gritarlas al mundo entero. Él
siempre te tuvo presente y te siguió los pasos. No era muy expresivo para
comunicártelo, pero me lo dijo varias veces”.
Yo también siempre lo tuve muy presente y admiraba, con sana envidia, su
capacidad de llegarle a las personas, con esa su simplicidad inigualable y la
simpatia natural, que abría puertas y corazones. En fin, creo que mi querido
hermano Alfonso y yo quedamos sin deudas en materia de valorización personal y
cariño fraterno, a pesar de que, por la educación tradicional que recibimos,
poco nos comunicáramos la mutua admiración y el amor recíproco.
Buena
suerte tuvimos, Alfonso y yo, en las empresas bohemias. Como él tocaba
guitarra, formamos un dueto popular, imitando a los conocidos cantantes “Los
Tolimenses”, Emeterio y Felipe. Yo representaba al primero y Alfonso al
segundo. Imitábamos el hablado guasca de nuestros personajes (que tenían
inmensa audiencia en los programas de radio y televisión) y contábamos
historias mezcladas con canciones campesinas que cantábamos en dueto, yo
haciendo la primera voz y Alfonso la segunda. El éxito fué enorme. Nos convidaban
para fiestas de cumpleaños y hasta para matrimonios. Yo escribí, con paciencia
benedictina, un cuadernito con los chistes de “Los Tolimenses”, que
evidentemente fueron siendo completados. Nuestros oyentes nos pasaban chistes
nuevos, a fin de que enriqueciéramos el repertorio.
La
empresa humorística no tenía empresario. Ahí, e ese detalle, radicaba nuestra
falla. Era necessário que alguien cuidara, financeira y administrativamente, de
la empresa. A pesar de no ganhar dinero y cantar sólo por diversión,
sobrevivimos dos años, hasta la fecha en que fuí expulsado del cuerpo docente
de la Universidad Bolivariana, por causa de mi militancia sindical y política.
Desempleado, tuve que buscar trabajo en Bogotá.
Nuestra
vida de adolescentes tardíos fué generosamente ayudada por el primo Joaquín,
que tenía más experiencia de mundo. A pesar de que él pasó sólo un año interno
en el Instituto Tihamer Toth, logró verse libre del seminario. Uno de los
motivos de su liberación de ese ambiente clerical fué su perrito “Tony”, que no
se separaba de él. Era um gozque con todas las de la ley, de esos de tiempo
integral y dedicación exclusiva. Cuando Joaquín fué matriculado en el internado,
aún niño, el perrito lo acompañó el día en que mis tíos, Juan Félix y Solita,
lo llevaron al seminario y regresaron a casa con el perrito. Pero, cosa
extraordinaria, el animalito apareció de noche, aullando, en el patio interior
del seminario. Había recorrido más de 10 kilómetros entre la casa de mis tíos y
el barrio Prado Veraniego, en donde quedaba el internado. Los porteiros
persiguieron al animalito corriendo y gritando. En donde se refugió “Tony”? –
Justamente debajo de la cama de mi primo, que quedaba en el ala de los alunos
menores, un salón inmenso, lleno de camas de dos pisos y que albergaba a más de
60 niños. “Tony” montó guardia debajo de la cama de Joaquín. Y se convertía en
una fiera cuando trataban de sacarlo de ahí.
“Tony”
logicamente acompañaba a mi primo en todas las actividades, desde el baño,
pasando por la capilla para la misa matinal y, luego, yendo al comedor para el
desayuno. Después iba a la sala de clase, para diversión de los alumnos, pues
había profesores que no le gustaban al perrito y recibían de regalo gruñidos
aterradores. Las cocineras en poco tiempo habían sido cautivadas por “Tony” y
le garantizaban, regularmente, platicos con las sobras del comedor. Después de
una semana, el rector del seminario llamó a los padres de Joaquín y les explicó
que “Tony” estaba transformando la disciplina en un carnaval y que era necesario
que la familia tomara alguna medida. El tío Juan Félix, oficial de la policía,
propuso una solución conciliadora y eficaz. “Tony” sería albergado en la
Escuela de Sargentos de la Policía, que estaba situada cerca al lugar en donde
quedaba el seminario, en una pequeña finca llamada “La Pequeña Victoria”, al
borde de la carretera que iba en dirección al pueblo de Suba. Los curas
prometieron que Joaquín podría visitar quincenalmente a “Tony” y, de este modo,
el perrito conquistó “la pequeña victoria” de no perder de vista a su dueño...
Pasado el primer año, el rector del seminario explicó a mis tíos que Joaquín,
tal vez, no tenía el perfil para permanecer en el internado y aconsejó que lo
matricularan en outro colegio. “Tony”, sin duda, pesó en el consejo de los
curas... Como habría sido bueno si Alfonso, Gabriel y yo hubiéramos tenido un
“Tony” a nuestro lado!
Volvamos
a las aventuras académico-bohemias de Medellín. Joaquín, después de las clases
en la Escuela de Aviación de SAM, pasaba las tardes con nosotros. Nos ayudaba a
corregir exámenes (oh irresponsabilidad!). Preguntaba si la alumna fulana era
bonita o fea. Conforme a nuestra evaluación estética, él daba la nota. Felizmente
las alumnas feas eran pocas en esa Medellín de la eterna primavera. La verdad
es que no hubo protestas de parte de ellas. Joaquín nos acompañaba a las
fiestas de la Facultad, a la cual, ya en el año 70, se había incorporado mi
hermano Alfonso, como profesor auxiliar de Literatura y Filosofía de la
Universidad Pontificia Bolivariana.
En
cierta ocasión, fuimos invitados a un almuerzo de las alumnas de la Facultad de
Servicio Social, en una finca. La condición era llevar un pollo asado. Nos
olvidamos de la exigencia y solamente compramos las bebidas. Pero Joaquín dió
la solución: él sería el pollo. Flaco y muy ágil, él lograba encogerse como un
pollo de fiambre y piaba razonablemente. Lo colocamos en el banco de atrás de
nuestro Dodge 53 y nos fuimos para el sitio del almuerzo. Con pompa y
circunstancia desembarcamos las bebidas y a Joaquín, encogido como un pollo
piando. Las alumnas se murieron de la risa, aceptaron nuestra contribución y
pasamos una tarde muy divertida, oyendo los chistes de nuestro primo y las
carcajadas de ellas. Mi papá, que sabía de nuestras tramas, nos regañaba,
diciéndonos: “No lleven a su primo a las fiestas de la Facultad, que él ya es
piloto y termina cayendo en la borracheira, teniendo que pilotar al día
siguiente!”
Joaquín
también nos acompañaba a las fiestecitas que nuestras amigas de barrio
organizaban, los fines de semana. Eran comunes, en la Medellín de la época, las
tardes danzantes, organizadas por las familias para diversión de los jóvenes y
adolescentes. Yo tenía una amiguita, Beatriz, que me invitaba. Iba a los bailes
en compañía de Alfonso, Joaquín y de mi hermano menor, Gabriel. A las niñas les
encantaba la compañía de mi primo y de Alfonso, dueños de un temperamento
divertido. Por la noche, contándole a mi mamá las aventuras danzantes, nos reíamos
a gusto, tomando tinto, fumando y comiendo sánduches.
En 69,
fuí parejo de una prima distante, Olga Cecília, en su fiesta de 18 años,
celebrada en Ibagué, la “capital musical de Colombia” y capital del
Departamento del Tolima. Ibagué tenía en esa época aproximadamente 300 mil
habitantes. La fiesta de 18 era, en la Colombia de la época, la fecha de
presentación de la aniversariante en sociedad y la conmemoración daba lugar a un
baile de gala. Alquilé black tie y tomé el avión para Ibagué, en donde
fuí recibido por los padres de Olga Cecilia, que me alojaron en su casa.
Danzarín mediocre, logré sobrevivir a la noche de valses y ritmos caribeños.
Olga
Cecilia me gustaba mucho. La había conocido en una fiesta familiar, en la casa
de mi prima Eugenia, casada con mi hermano Alfonso. Olga Cecilia hacía el curso
de Pedagogía en la Universidad Bolivariana y allí nos encontrábamos con
frecuencia. Le ayudaba en sus trabajos de filosofía y conversábamos largamente
en la cafetería de la Facultad. Vivía cerca a la Universidad y ella me invitaba
a su casa para reuniones con amigos. Era una niña dulce, bonita, muy familiar.
Años después, en 75, radicado nuevamente en Medellín, la encontré en la Escuela
“República del Brasil”, en donde mi primera esposa daba clases de “cultura
brasileña”, con apoyo del Consulado.
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