Sir Roger Casement (1864-1916) |
Son paradójicas las protestas que se desarrollan en Inglaterra, un país que habría escapado a la crisis de 2008 casi ileso, pero que también ha sufrido el descontento de ciudadanos pobres y marginalizados. Las protestas inglesas recuerdan las que se desarrollaron en Francia en 2006 y que pusieron al país en ascuas. Ya era de esperarse que el descontento tocara a los más endeudados de la Comunidad Europea: Grecia, Irlanda, Italia, Portugal, España e Italia. Pero parece que las cosas hoy no le dan tregua a nadie. Los Estados Unidos, inclusive, han visto caer su certificación en las agencias internacionales de evaluación de riesgo, con protestas del propio presidente Obama.
Son tiempos libertarios los que estamos viviendo a escala planetaria. Y la América Latina no se ve libre de esas reivindicaciones, a pesar del populismo conformista que pretende comprarlo todo. La propia presidente del Brasil, Dilma Roussef, se ha visto frente a protestas llevadas a cabo por los que deberían ser los primeros aliados del desarrollismo petista: los trabajadores del PAC, una especie de programa estatal para acelerar obras de desarrollo (de las que se han aprovechado los avivatos, dentro y fuera del gobierno, para ganar proyectos sin previa licitación). No olvidemos que las protestas se han repetido en Venezuela y en Chile. Parece que el “hombre masa” del que hablaba Ortega quiere cumplidas sus reivindicaciones aquí y ahora, sin mayores preocupaciones con la forma en que los recursos necesarios se tornarán realidad. Pero es interesante constatar que en el fondo de todas esas protestas hay, como denominador común, un componente libertario. Las personas se sienten presas a una maquinaria estatal que muchas veces las olvida.
La trama de la obra de Vargas Llosa que ahora comentamos se teje al rededor de la vida y la acción de un irlandés nacido a mediados del siglo XIX, Roger Casement (1864-1916), en gaélico Ruairí Mac Easmainn, que, viviendo en Londres desde su juventud, pasó a integrar el servicio diplomático británico, habiendo realizado misiones de cuño humanitario en el Congo Belga y en la Amazonia peruana. Roger Casement, que llegó a recibir el título de Sir por sus servicios prestados a la Corona Británica, se convirtió en el protagonista de una gesta libertaria en la que terminó sucumbiendo, debido a que entró en choque con el gobierno inglés.
Unos breves datos sobre el personaje de Vargas Llosa: Casement era hijo del Capitán Roger Casement, oficial del 3º. Batallón de Guardas-Dragones del Ejército británico, y de Anne Jephson, quien lo hizo bautizar secretamente en la Iglesia Católica. Sin embargo, el joven Roger fué educado como protestante (la religión paterna). Estudió en la Escuela Diocesana de Ballymea y, al finalizar sus estudios, a partir de 1895, después de una breve etapa en la que trabajó al servicio de empresas británicas, se desempeñó como Cónsul del Reino Unido en varios países africanos. Investigó, en nombre del gobierno inglés, las denuncias que se levantaban a causa de los abusos cometidos por los colonizadores belgas en el Congo. Gracias al relatorio oficial presentado al gobierno británico, Casement recibió la Orden de Caballero de San Miguel y San Jorge. A lo largo del período comprendido entre los años 1904 y 1910, ejerció el cargo de cónsul británico en Brasil (Santos, Belém do Pará y Rio de Janeiro), pasando después a desempeñar las funciones consulares junto a la misión investigativa de los crímenes de lesa humanidad cometidos por los caucheros de la Casa Arana en la Amazonia peruana. El relatorio que Casement presentó al gobierno inglés marcó el fin de las actividades de la mencionada compañía. Ese relatorio, muy bien fundamentado, le valió al diplomático el reconocimiento internacional como defensor de las causas humanitarias.
A lo largo de su permanencia en Africa, Casement se fue acercando a los nacionalistas irlandeses, en contactos que tenía durante los períodos de visita a Londres, habiéndose tornado miembro de la Liga Gaélica. Cuando terminó sus funciones consulares después de la permanencia en la América del Sur, en 1911, colaboró con la creación de la asociación de los Voluntarios Irlandeses, que luchaban por la independencia de Irlanda frente al Reino Unido. Al estallar la Primera Guerra Mundial, Casement pensó que Alemania podría ser un aliado estratégico de los nacionalistas irlandeses, para realizar la anhelada independencia. Viajó a Berlín con el propósito de conseguir armas y apoyo estratégico para sus compatriotas. Casement trató en vano de impedir la denominada Rebelión de la Pascua de 1916, pues consideraba que la coyuntura no sería favorable para los nacionalistas irlandeses, en buena medida porque veía que los alemanes vacilaban para entrar en conflicto declarado con Inglaterra invadiéndola, abriendo, así, un espacio que sería aprovechado estratégicamente por los revolucionarios. A fin de tratar de impedir la ya aludida rebelión, Casement viajó desde Alemania en un submarino, con algunos activistas y cargando un significativo armamento, que sería distribuido entre los militantes irlandeses. Sofocada la Rebelión de la Pascua por las fuerzas del Reino Unido, Roger Casement terminó siendo preso en territorio irlandés y conducido a Inglaterra, donde fue juzgado por alta traición y condenado a muerte, habiendo sido ejecutado en 1916, con la consecuente pérdida de la condecoración de Caballero de la Orden de San Miguel y San Jorge.
La gesta libertaria de Roger Casement tiene, en la narrativa de Vargas Llosa, tres momentos: el primero, frente a la explotación colonial belga en el Congo; el segundo, en relación con los crímenes cometidos por la Casa Arana en la Amazonia peruana; el tercero, frente a la ocupación británica en Irlanda.
1 – El colonicalismo belga en el Congo.- La aventura colonialista de Leopoldo II (1835-1909) de Bélgica asumió, ante al mundo europeo, las características de una cruzada civilizadora desarrollada alrededor del trinomio: cristianismo, civilización y comercio. A fin de realizar su misión civilizadora para librar al África de la explotación indiscriminada de aventureros inescrupulosos, el soberano belga creó la Asociación Internacional Africana (AIA), presidida por él, para promover la paz, la civilización, la educación y el progreso científico, y erradicar la trata de esclavos que era una práctica común en buena parte del continente. En el discurso inaugural del comité belga de la AIA, Leopoldo II afirmó: “(...) Los horrores de este estado de cosas, los miles de víctimas masacradas por el comercio de esclavos cada año, el número aún mayor de seres absolutamente inocentes que son brutalmente arrastrados a la cautividad y condenados de por vida a los trabajos forzados, han conmovido profundamente los sentimientos de todos los que, a todos los niveles, han estudiado con atención esta deplorable realidad; y han concebido la idea de asociarse, de cooperar, en una palabra, de fundar una asociación internacional para dar punto final a este tráfico odioso que es una desgracia para la edad en la que vivimos, (...)” [apud Emile Banning (miembro de la Conferencia que le dió origen a la Asociación Internacional Africana), Africa and the Brussels Geographical Conference, Londres: Sampson Low, Marston, Searle & Rivington, 1877. Texto digitalizado y puesto en línea por la Biblioteca de la Universidad de California, en el sitio: www.archive.org].
Con todo, escribe Vargas Llosa, “la vida africana le fue mostrando a Roger Casement que las cosas no eran tan claras como la teoría” [p. 44]. Porque, lejos de ser una misión civilizadora para sacar a los nativos de la barbarie e incorporarlos a la civilización, la presencia belga en el Congo consistió en una bárbara ocupación colonialista con la finalidad de enriquecer sin límites a Leopoldo II y a sus colaboradores, en detrimento de los más mínimos principios humanitarios, habiendo desembocado en un verdadero genocidio que tenía como única finalidad amedrentar a los nativos sobrevivientes para que se curvaran ante la bárbara explotación que los tornaba esclavos de los colonizadores europeos. Fue así como el rey de los belgas se tornó soberano de los dos millones y medio de kilómetros cuadrados del Congo y de sus veinte millones de habitantes, con la aprobación de las grandes potencias que, en 1885, en la Conferencia de Berlín, aprobaron sin restricciones el proyecto colonizador de Leopoldo II, que daba lugar al Estado Independiente del Congo.
Para tornar concreta su pretensión colonialista, Leopoldo II utilizó la infraestructura del Estado belga. Constituyó un cuerpo armado profesional de dos mil hombres, la Force Publique, con ayuda de la cual arregimentó milicias integradas por aventureros y ladrones (que sumaban diez mil efectivos), y que, bien armadas, sembraron el pavor entre los aborígenes y desataron una onda de asesinatos y de crueldades sin fin. La dinámica de la dominación puesta en marcha por el rey de los belgas era, sin duda alguna, de tipo patrimonialista. Se trataba, efectivamente, de un esquema de poder personal en función de los intereses privados de quien mandaba, en un amplio espacio que llegaba a los dos millones de kilómetros cuadrados, el Estado Independiente del Congo, siendo que la región más rica, de doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados, pasó a formar parte del patrimonio de la Corona. Eran admitidos, en el primer espacio, empresarios que habían aceptado previamente las reglas de juego y que fueron constituyendo una red de compañías de explotación, que se beneficiaban con la autorización para administrar las milicias. O sea, se trataba de una confederación de líderes patrimoniales locales, sometidos a un único dueño del poder.
En relación con la dinámica colonialista antes mencionada, escribe Vargas Llosa:
“Mediante el régimen de concesiones, las compañías se fueron extendiendo por el Estado Independiente del Congo en ondas concéntricas, adentrándose cada vez más en la inmensa región bañada por el Medio y Alto Congo y su telaraña de afluentes. En sus respectivos dominios, gozaban de soberanía. Además de ser protegidas por la Fuerza Pública, contaban con sus propias milicias a cuya cabeza figuraba siempre algún exmilitar, excarcelero, expreso o foragido, algunos de los cuales se harían célebres en el África por su salvajismo. En pocos años el Congo se convirtió en el primer productor mundial del caucho que el mundo civilizado reclamaba cada vez en mayor cantidad para hacer rodar sus coches, automóviles, ferrocarriles, además de toda clase de sistemas de transporte, atuendo, decoración e irrigación” [p. 52].
“Mediante el régimen de concesiones, las compañías se fueron extendiendo por el Estado Independiente del Congo en ondas concéntricas, adentrándose cada vez más en la inmensa región bañada por el Medio y Alto Congo y su telaraña de afluentes. En sus respectivos dominios, gozaban de soberanía. Además de ser protegidas por la Fuerza Pública, contaban con sus propias milicias a cuya cabeza figuraba siempre algún exmilitar, excarcelero, expreso o foragido, algunos de los cuales se harían célebres en el África por su salvajismo. En pocos años el Congo se convirtió en el primer productor mundial del caucho que el mundo civilizado reclamaba cada vez en mayor cantidad para hacer rodar sus coches, automóviles, ferrocarriles, además de toda clase de sistemas de transporte, atuendo, decoración e irrigación” [p. 52].
En la empresa colonialista del Congo sobresalió la figura de un aventurero: Henry Morton Stanley (1841-1904), natural del País de Gales. Era una personalidad avasalladora y sin escrúpulos, capaz, al mismo tiempo, de grandes crímenes y de actos humanitarios heróicos. A respecto de la compleja personalidad de este personaje, escribe Vargas Llosa: “El aventurero galés sólo había visto en el África un pretexto para las hazañas deportivas y el botín personal. Pero cómo negar que era uno de esos seres de los mitos y las leyendas, que a fuerza de temeridad, desprecio a la muerte y ambición, parecían haber roto los límites de lo humano? Lo había visto cargar en sus brazos a niños con la cara y el cuerpo comidos por la viruela, dar de beber de su propia cantimplora a indígenas que agonizaban con el cólera o la enfermedad del sueño, como si a él nadie pudiera contagiarlo. Quíén había sido en verdad este campeón del Imperio Británico y las ambiciones de Leopoldo II? Roger estaba seguro de que el misterio no se desvelaría nunca y que su vida seguiría siempre oculta detrás de una telaraña de invenciones” [p.46].
Lo cierto es que con la ayuda de aventureros como Stanley, Leopoldo II logró someter a veinte millones de congoleses. A propósito, escribe Vargas Llosa: “Lo único claro fué que la idea de un gran benefactor de los nativos no correspondía a la verdad. Lo supo escuchando a capataces que habían acompañado a Stanley en un viaje de 1871-1872 en busca del doctor Livingstone, una expedición, decían, mucho menos pacífica que ésta en la que, sin duda siguiendo instrucciones del propio Leopoldo II, se mostraba más cuidadoso en el trato con las tribus a cuyos jefes – 450, en total – hizo firmar la cesión de sus tierras y de su fuerza de trabajo, Las cosas que aquellos hombres rudos y deshumanizados por la selva contaban de la expedición de 1871-1872 ponían los pelos de punta. Pueblos diezmados, caciques decapitados y sus mujeres e hijos fusilados si se negaban a alimentar los expedicionarios o a cederles cargadores, guías y macheteros que abrieran trochas en el bosque. Esos viejos compañeros de Stanley le temían y recibían sus reprimendas callados y con los ojos bajos. Pero tenían confianza ciega en sus decisiones y hablaban con reverencia religiosa de su famoso viaje de 999 días entre 1874 y 1877 en el que murieron todos los blancos y buena parte de los africanos (...)” [p. 44-45]. Entre las crueldades refinadas que Stanley y sus compañeros inventaron, sobresalían dos: la invención del chicote (azote muy leve, hecho de finas tiras de piel de hipopótamo, capaz de marcar para siempre las espaldas y los traseros de sus vícitimas), para mantener viva la férrea disciplina a la que eran sometidos los aborígenes y la creación de las maisons d´otages, casas en las que eran mantenidas secuestradas las familias de los nativos que no cumplieran con las cuotas de latex que eran obligados a suministrarles a los belgas mensualmente.
Si colaboradores de la empresa colonialista como Stanley eran personalidades paradójicas, también lo era el jefe de todos ellos, el refinado Leopoldo II, que lucía las uñas charoladas y que había prometido libertar a los congoleses de las tinieblas de la ignorancia y de las guerras tribales, pero que se trataba, sin duda, de un personaje ególatra, que solamente pensaba en el éxito de su empresa y que con fría determinación maquiavélica haría todo lo que fuera necesario para llevar a buen término sus propósitos de enriquecimiento personal. Al respecto, escribe Vargas Llosa: “Apenas constituído el Estado Independiente del Congo, Leopoldo II, mediante un decreto de 1886, reservó como Domaine de la Couronne (Dominio de la Corona) unos doscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados entre los ríos Kasai y Ruki, que sus exploradores – principalmente Stanley – le indicaron eran ricos en árboles de caucho. Esa extensión quedó fuera de todas las concesiones a empresas privadas, destinada a ser explotada por el soberano. La Asociación Internacionl del Congo fue substituída, como entidad legal, por L´État Indépendent du Congo, cuyo único presidente y trustee (apoderado) era Leopoldo II” [p. 50].
2 – La explotación colonialista de la Casa Arana en la Amazonía peruana.- El segundo momento de la gesta libertaria de Casement se dio en la región del Putumayo, en la parte occidental de la Amazonía peruana, a fines de la primera década del siglo XX. Reconocido por el Foreign Office del Reino Unido como diplomático afinado con las causas humanitarias, a partir del informe que presentó sobre los desmandos de los belgas en el Congo, Casement recibió la misión de investigar las denuncias por crímenes de lesa humanidad que pesaban sobre los funcionarios de la Casa Arana, que había sido registrada por su fundador, el ciudadano peruano Julio César Arana del Águila (1864-1952) como empresa británica, en 1907, con capital de un millón de Libras esterlinas. El informe presentado por el eficiente cónsul, en 1912, recibió el título de Libro Azul sobre el Putumayo y su impacto en la opinión pública fue definitivo para que se clausurasen en Inglaterra las actividades de la mencionada compañía.
La ficción literaria de Vargas Llosa sobre la Casa Arana es la segunda que un escritor latinoamericano realiza acerca de la explotación de los nativos por los caucheros peruanos. Un primer relato había sido publicado en 1924 por el educador y abogado colombiano José Eustasio Rivera (1888-1928), en su conocida novela titulada La Vorágine.
El área ocupada por la Casa Arana tenía una extensión de 32 mil kilómetros cuadrados y estaba situada en el triángulo formado por los ríos Cara-Paraná y Caquetá, afluentes del Putumayo. Fué comprada por Julio César Arana por 116.700 Libras esterlinas en 1906 y tenía la particularidad de estar ubicada en una área limítrofe disputada por Colombia y Perú. Arana sacó provecho de esa condición de disputa fronteriza y ganó carta blanca de las autoridades de Lima para organizar su empresa rápidamente, a fin de crear una situación de hecho, frente a la posibilidad de futuras negociaciones entre los dos países. A pesar de que las actividades de la Casa Arana fueron prohibidas en Londres en 1912, sin embargo, al ser condenado a muerte Roger Casement por el Gobierno británico en 1916, Julio César Arana aprovechó esa oportunidad para ganar fuerza y trasladó rapidamente sus actividades para la Amazonía peruana, fuera del área disputada con Colombia. En consecuencia, las actividades de la compañia continuaron hasta finales de los años 30.
El Congo y la Amazonía peruana: dos mundos distantes, pero que se aproximaban en el campo de las desgracias causadas en ellos por colonizadores inescrupulosos. Al respecto, escribe Vargas Llosa: “Pese a estar tan lejos, pensó una vez más Roger Casement, el Congo y la Amazonía estaban unidos por un cordón umbilical. Los horrores se repetían, con mínimas variantes, inspirados por el lucro, pecado original que acompañaba al ser humano desde su nacimiento, secreto inspirador de sus infinitas maldades. O había algo más? Había ganado el diablo la eterna contienda?” [p. 158].
El esquema de explotación impuesto por la Peruvian Amazon Company (el nombre con el que fué registrada la Casa Arana como empresa en la Bolsa de Londres) era un poco menos sofisticado que el que Leopoldo II puso en práctica en el Congo. Pero la estructura de dominación era típicamente patrimonialista, o sea, organizada para garantizar el dominio privado de Arana sobre las vastas tierras explotadas. Para conseguir su propósito, el empresario pagaba los salarios de los funcionarios públicos (alcalde, jueces, militares) de la región de Iquitos, en la región amazónica, lo que evidentemente impedía que se hiciera cualquier investigación acerca de las denuncias contra su empresa. El propio Arana había sido alcalde de esa localidad, antes de fundar la Compañía.
Para tornar realidad su plan de explotación del latex, Arana constituyó una fuerza armada de mercenarios contratados por él, la mayoría integrada por peruanos, aunque había algunos extranjeros como el extraño y cruelísimo Armand Normand, un joven boliviano-inglés, que había estudiado en Londres y que poseía una personalidad patológica capaz de cualquier crueldad para conseguir lo que se proponía. Otros mercenarios igualmente criminales eran los peruanos Víctor Macedo, Miguel Loaysa, Fidel Velarde, Miguel Flores, Abelardo Agüero, Augusto Jiménez, etc. A los mercenarios Arana les entregó la jefatura de las vastas áreas de explotación del latex. Las más importantes áreas (llamadas por los peruanos estaciones) eran: La Chorrera (en territorio disputado con Colombia y que ganaría notoriedad durante la Guerra con el Perú en 1932), El Encanto, Matanzas y Abisinia.
Los mercenarios, a su vez, dirigían, en sus respectivos dominios, milicias integradas por doscientos negros traídos de Barbados secundados por algunos indios. Tales milicias realizaban las denominadas “correrías”, o expediciones para aprisionar aborígenes destinados al trabajo esclavo. Esas milicias, por otra parte, practicaban la represión contra los varios grupos indígenas esclavizados por Arana. Estos aborígenes pertenecían a las varias etnias que se encontraban presentes en la Amazonía peruana: huitotos, ocaimas, muinanes, nonuyas, andoques, rezígaros y boras. Se calcula que durante los años en que la Casa Arana ejerció su comercio de muerte, entre 1907 y 1939, fueron eliminados 40 mil indígenas, aproximadamente.
Las atrocidades cometidas por la Casa Arana en el Putumayo llegaron al conocimiento público gracias a las denuncias de dos valientes personajes: el periodista peruano Benjamín Saldaña Roca (1860-1912) y el ingeniero norteamericano Walter Hardenburg. Las denuncias, publicadas por la prensa peruana y londrina, hicieron que la opinión pública inglesa y norteamericana reaccionase y exigiese de las autoridades una investigación.
El historiador colombiano Roberto Pineda Camacho, en su ensayo intitulado: La Casa Arana en el Putumayo, hizo una síntesis acerca de la actividad de Sir Roger Casement en la investigación de los crímenes de la Casa Arana, en los siguientes términos: “El gobierno británico comisionó a Sir Roger Casement, cónsul inglés en Río de Janeiro, para que investigara en el terreno los hechos. Casement viajó al Putumayo en 1910 y recorrió gran parte del área de La Chorrera. Entrevistó directamente a los trabajadores negros provenientes de Barbados, y constató la situación de los indígenas y el funcionamiento de la Compañía. Presentó ante su gobierno un informe pormenorizado en el cual corroboraba las afirmaciones de Hardenburg. Los indios, según su testimonio, eran forzados a extraer el látex; si no entregaban las cuotas exigidas por los caucheros, eran castigados en el cepo, flagelados y torturados. Por medio de las correrías eran enganchados por la fuerza y la huída era penalizada con la muerte. No se les permitía sembrar sus cultivos tradicionales, sus armas habían sido confiscadas; debían hacer penosas travesías llevando grandes y excesivos cargamentos de caucho hacia los centros de acopio. A cambio se les entregaban ciertas mercancías a precios exorbitantes, e incluso recibían una lata de carne por todo el trabajo de un fábrico (temporada de trabajo del caucho). Los capataces contaban con un grupo de jóvenes indígenas a su servicio, quienes coadyudaban a la supervisión del trabajo y participaban de forma activa en la captura de los fugitivos. El régimen de trabajo —insistía Casement— era un verdadero sistema social fundado en el terror, y provocaría el genocidio total de los indios, si no se tomaban las medidas correctivas adecuadas lo antes posible”. [Roberto Pineda Camacho, La Casa Arana en el Putumayo http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/revistas/credencial/abril2003/1raro.htm consulta en 12-08-11].
Vargas Llosa describe los crímenes de la Casa Arana en un vívido relato: “(Roger Casement) cerró los ojos y vió la inmensa región, dividida en estaciones, las principales de las cuales eran La Chorrera y El Encanto, cada una de ellas con su jefe. O, mejor dicho, su monstruo. Eso y sólo eso podían ser gentes como Víctor Macedo y Miguel Loaysa, por ejemplo. Ambos habían protagonizado, a mediados de 1903, su hazaña más memorable. Cerca de ochocientos ocaimas habían llegado a La Chorrera a entregar las canastas con las bolas de caucho recogido en los bosques. Después de pesarlas y almacenarlas, el subadministrador de La Chorrera, Fidel Velarde, señaló a su jefe, Víctor Macedo, que estaba allí con Miguel Loaysa, de El Encanto, a los veinticinco ocaimas apartados del resto porque no habían traído la cuota mínima de jebe – látex o caucho – a que estaban obligados. Macedo y Loaysa decidieron dar una buena lección a los salvajes. Indicando a sus capataces – los negros de Barbados – que tuvieran a raya al resto de los ocaimas con sus máuseres, ordenaron a los muchachos que envolvieran a los veinticinco en costales empapados de petróleo. Entonces, les prendieron fuego. Dando alaridos, convertidos en antorchas humanas, algunos consiguieron apagar las llamas revolcándose sobre la tierra pero quedaron con terribles quemaduras. Los que se arrojaron al río como bólidos llameantes se ahogaron. Macedo, Loaysa y Velarde remataron a los heridos con sus revólveres. Cada vez que evocaba aquella escena, Roger sentía vértigo” [p. 156-157].
El general Amadeo Rodríguez, Jefe Civil y Militar de la Amazonía colombiana durante la Guerra con el Perú (1932-1933) hace un relato sombrío acerca de las condiciones en que encontró la sede de la Casa Arana en La Chorrera, convertida en un territorio fantasmagórico: “Como en virtud del tratado Lozano-Salomón [de 24 de Marzo de 1922] la casa Arana quedó reconocida como territorio colombiano, pude llegar a ella acompañado de algunos oficiales. Al penetrar en la casa me estremecí; las sombras de los martirizados parecieron surgir de todos los rincones. Silencioso, largo, tétrico, el edificio resonaba con el ruido de nuestros espolines. Un misterio oprimía nuestros corazones, llegando a ser natural que nuestras lágrimas aparecieran. Cuando nos dirigíamos a los depósitos destinados al oro negro y a los granos fecundos, un hombre de mediana estatura apareció ante nosotros. Era de ojos vivaces, moreno y audaz. Con extremada cortesía nos recibió; se llamaba Miguel Loayza, gerente de la casa Arana, y en el rostro se manifestaba su alma vil, que lo hacía vivir para la desgracia del género humano. No fué extraordinario que ese desnaturalizado hiciera derroche de hospitalidad; el que debe teme, y si estaba salvaguardado por la carta de ciudadanía del Perú, no era indemne a nuestro odio. Por el uniforme que llevábamos tuvimos que ser serenos. Nos mostró todas las dependencias, nos ofreció las primicias de los panales y de los vinos rústicos, y cuando íbamos a despedirnos quiso sacarnos por sendero distinto al que debíamos tomar. Yo le conduje fácilmente a la enramada donde el cepo se encontraba. Grande fué su azoramiento cuando le pregunté: - Y este madero qué significa?... – Un cepo de castigo – me replicó titubeando. – Pues ha de saber, señor Loaiza – le dije -, que, según las leyes de Colombia, estos instrumentos de suplicio están terminantemente prohibidos. – Yo no lo sabía – insinuó el muy ladino. – Quisiera usted venderme este madero, para destinarlo a la construcción de un orfelinato en Caucayá? – No será vendido, sino regalado (...)” [Amadeo Rodríguez, Caminos de guerra y conspiración y su epílogo. 2ª edición, Barcelona: Gráficas Claret, 1955, p. 54-55].
3 - El tercer momento de la gesta libertaria de Casement ocurrió en relación con la ocupación británica de su patria de nacimiento, Irlanda. En este nivel de la narrativa, Vargas Llosa profundiza en los aspectos exitenciales del drama libertario de su personaje central, Casement. Al enfrentar el colonialismo belga y el practicado por la Casa Arana, el héroe irlandés descubre que la problemática de la dominación bárbara de los más fuertes sobre los débiles va más allá de los continentes africano y suramericano, y se encuentra presente en su propia tierra de origen, Irlanda, que sufre con la ocupación británica y con la pérdida progresiva de identidad cultural, frente a la todo poderosa Albion. Ese drama se torna un crescendo perturbador, en la medida en que el héroe celta va descubriendo los escondidos hilos de la dominación colonialista de británicos sobre irlandeses. El crescendo llega a un finale trágico en el que Casement tiene que optar entre la fidelidad a su patria de origen y el rompimiento con el Imperio que le dió educación y status profesional, inclusive reconociéndolo como miembro de la nobleza, al otorgarle el título de Sir. Pero entre la conveniencia y la opción heróica, Roger Casement no tiene dudas: prefiere la segunda vía, la más dolorosa y la menos comprensible para sus amigos ingleses.
Casement experimenta a lo largo de su vida un fuerte sentimiento de soledad afectiva. Se descubre homosexual. La opción gay, en la puritana Inglaterra victoriana, es una circunstancia difícil para un joven sensible como Roger, que busca afirmarse profesionalmente. Recordemos la triste suerte de Sir Oscar Wilde (1854-1900). En el caso de Casement, la alta administración británica no repara en la opción sexual de su eficiente agente consular. Solamente ésta será motivo de crítica cuando el héroe entra en choque con las fuerzas políticas del Imperio, por causa de su última opción en pro de los nacionalistas irlandeses. Como consecuencia de la decisón de Roger y por el hecho de haber viajado a Berlín justamente cuando se tornaban más arduas las hostilidades de los alemanes en el front continental (a pesar de haberlo hecho, en parte, con una finalidad humanitaria: mejorar la suerte de los dos mil quinientos prisioneros de guerra irlandeses) durante la Primera Guerra Mundial, la suerte de Casement está lanzada: es un traidor. De nada han valido sus valientes informes que le ayudaron al Imperio de Su Majestad a frenar la corrupta política colonial de belgas y peruanos. De nada le valió a Roger haber descollado como campeón de causas humanitarias. De nada valieron su dedicación al Foreign Office ni su coraje para enfrentar dificultades de todo género en el desarrollo de sus compromisos como administrador eficiente y como diplomático firme y discreto. De nada valió, por otro lado, el que Casement, aunque del lado de los nacionalitas irlandeses, representara una opción moderada, que no quería, como punto de partida, el enfrentamiento de los militantes irlandeses con las fuerzas británicas en la trágica Rebelión de la Pascua[1] de abril de 1916. Casement fué tratado pura y simplemente como un traidor.
La decisión del Servicio Secreto Británico fué cruel y radical: borrar la imagen de Roger Casement como campeón de las luchas humanitarias, olvidar sus buenos servicios al Imperio y transformarlo en una especie de monstruo moral. Para tanto, se llegó al extremo de forjar una edición falsa de su diario. El Diario Blanco de Casement, en el que, de forma discreta, el personaje colocaba sus sentimientos de afecto profundo por su madre, al lado de las experiencias homoafectivas, de los sentimientos de añoranza por sus familiares y amigos, de delicados recuerdos de los aires irlandeses, de sentimientos fraternos en relación con sus amigos de lucha humanitaria, de conmiseración cristiana por los explotados, negros congoleses o indios amazónicos, etc., fué completado rudamente por el servicio secreto con un Diario Negro en el que Roger aparece como bestia humana, entregado al sadismo y con total menosprecio por sus semejantes. Muerte física en la horca de la prisión y muerte moral en las infames páginas forjadas por sus perseguidores, los sabuesos del Servicio Secreto Británico: tal fué el finale trágico de nuestro héroe, que emerge de las páginas de Vargas Llosa como una personalidad portadora de las contradicciones que aquejan al ser humano, pero revestida de inmenso coraje y de indiscutible valor moral.
Es lo que deja escrito Vargas Llosa en el Epílogo de su novela, que constituye un emocionado homenaje al héroe de la narrativa de El sueño del Celta: “Con la revolución de las costumbres, principalmente en el campo sexual, en Irlanda, poco a poco, aunque siempre con reticencias y remilgos, el nombre de Casement se fue abriendo camino hasta ser aceptado como lo que fue: uno de los grandes luchadores anticolonialistas y defensores de los derechos humanos y de las culturas indígenas de su tiempo y un sacrificado combatiente por la emancipación de Irlanda. Lentamente sus compatriotas se fueron resignando a aceptar que un héroe y un mártir no es un prototipo abstracto ni un dechado de perfecciones sino un ser humano, hecho de contradicciones y contrastes, debilidades y grandezas, ya que un hombre, como escribió José Enrique Rodó, es muchos hombres, lo que quiere decir que ángeles y demonios se mezclan en su personalidad de manera inextricable” [p. 448-449].
BIBLIOGRAFÍA
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RODRÍGUEZ, Amadeo (general). Caminos de guerra y conspiración y su epílogo. 2ª edición, Barcelona: Gráficas Claret, 1955.
[1] Este intento revolucionario republicano se produjo del 24 al 30 de abril de 1916, cuando parte de los Voluntarios Irlandeses, brazo armado del Irish Republican Broterhood (IRB), encabezados por el maestro y abogado Patrick Pearse (1879-1916), así como el reducido Ejército Ciudadano Irlandés de James Connoly (1868-1916), tomaron posiciones estratégicas en la ciudad de Dublín, donde proclamaron la República Independiente de Irlanda.
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